jueves, 21 de noviembre de 2019

José Watanabe, el guardián del hielo / Misael Ruiz



                                                           
José Watanabe
























Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil.
           
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardián del hielo.






Desde su primera lectura, hace ya años, los poemas de José Watanabe han ido incorporándose con naturalidad a mi pensamiento. Quiero volver aquí sobre uno de los más conocidos del autor peruano, de apariencia ligera y que, precisamente por su aparente intrascendencia, permanece activo en la memoria como una imagen nunca del todo resuelta. Se trata de un poema sencillo y sospechosamente comprensible que lleva por título «El guardián del hielo». 

Dice Juan Eduardo Cirlot, en un breve ensayo sobre lo que la poesía no puede comunicar, que un poema necesita, tras una primera lectura de conjunto, una segunda más analítica, antes de concluir con una lectura de síntesis (1). Si esto es así, «El guardián del hielo» es un poema inusual. Su transparencia permite rendir cuentas del poema en una sola lectura; y, sin embargo, es un poema que no se agota. 

El asunto se le ofrece al lector sin preámbulos, in media res, que es como suceden todas las cosas en el mundo. En un lugar rural y sin importancia simbólica, coinciden por azar el protagonista del poema, el heladero y el sol. La presentación no está del todo exenta de sorpresa. Para comenzar, el «yo» del poema aparece inesperadamente tras un encabalgamiento para quedar colgado en un minúsculo verso burlonamente enfático: «y yo». Sabemos desde ese primer momento que hay un heladero, pero también que el eje del poema será un yo aún por definir. Después, nada más contarnos el narrador que se encontraba corriendo «tras los pájaros huidos del fuego», aparece el sol. Todos los saltos entre versos largos y breves, que no siempre coinciden con los períodos sintácticos o con las unidades de sentido, nos conducen al centro de una escena de tono vagamente mitológico que nos llena de tenues expectativas. Pero algo nos hace sospechar que el poeta está sonriendo por debajo de las palabras. ¿Qué poema es este sobre un heladero, un niño y el sol? Nos relajamos. 

Aparece al poco un verso suelto que confirma el tono irónico del poema: 

Oh cuidar lo fugaz bajo el sol

Ese «Oh» se alza como un pequeño pedestal tras los primeros versos llanos, desenfadados e indiferentes a la métrica regular. No obstante, es un verso de doble filo, suavemente filosófico y burlón. Su impostada solemnidad ha imprimido un giro inesperado a la historia con el fin de servirse del tópico de la fugacidad de las cosas tratando al mismo tiempo de no caer en él. 

Watanabe quizás aprendiera ese recurso en el taller mental del haiku, que conoció desde niño a través de su padre, un inmigrante japonés culto y lector de ese tipo de poesía. En vez de buscar imágenes novedosas, el haiku se nutre de un fondo limitado de sustantivos refrendado por la tradición para referirse a unos pocos temas fundamentales. Por ceñirnos a la primavera, suelen aludir a ella repetidamente recurriendo a la imagen de las cerezas, las mariposas, las golondrinas, la neblina y las montañas risueñas. Recordemos un conocido haiku del poeta Bashô:

La vieja charca
Zambullón de una rana
Ruido del agua (2)

En el prólogo a su libro El huso de la palabra, Watanabe escribe que cuando, de niño, su padre le tradujo el poema del japonés, no sabía que cuando «Basho describía el salto de la rana en el estanque antiguo […] estaba hablando de nuestra condición: un efímero ruido de agua interrumpiendo un gran silencio.» Esa lectura tendría eco mucho después en uno de sus poemas breves titulado «Bashô»: 

El estanque antiguo, 
ninguna rana.
El poeta escribe con su bastón en la superficie. 
Hace cuatro siglos que tiembla el agua. (3)

Empleando las mismas figuras convencionales de la charca, la rana y el agua, el poeta peruano parece hablar ahora de la persistencia del gesto de su precursor, es decir, de su iluminación o clarividencia poética.

Un lector medianamente sofisticado espera de un poema imágenes y combinaciones de palabras y de ideas que le produzcan una cierta sorpresa, sobre un fondo de convenciones y tópicos literarios de los que después se desvía. Hemos visto que en su poema El guardián del hielo Watanabe hace lo contrario: primero crea una situación poética inusual haciéndonos dudar del tono del poema, ¿habla en serio o es impostado? Y cuando ya nos ha convencido de su ironía, cambia de registro, introduce inesperadamente el tópico y nos comienza a hablar de la fugacidad de las cosas.

Al principio, sentimos una cierta inseguridad interpretativa debido a la falta de correspondencia entre el asunto a tratar y las circunstancias verbales cambiantes en que aparece. En su libro ¿Cómo hacer cosas con palabras?, el filósofo del lenguaje ordinario J.L. Austin expone que la expresión de, por ejemplo, un juramento o una sentencia judicial requiere, para que tenga validez, de un procedimiento convencional aceptado y de determinadas circunstancias sin las cuales pierde todo valor. El juez debe formular su veredicto con cierta formalidad y sus palabras deben ser dichas en la sala de un tribunal de justicia y no en cualquier otro lugar. Como la función de un poema no es la de un proceso judicial, donde no debería haber ambigüedad ni albergar más de una posible lectura, José Watanabe pervierte el procedimiento: modifica el paisaje verbal en el que se inserta la reflexión sobre el cambio inexorable de las cosas y con este simple desplazamiento crea relaciones inesperadas entre el ilustre tempus fugit y el tono menor de la escena donde lo saca a relucir. 

A partir de ese momento el poema no nos concede tiempo para más reflexiones. Nos hallamos al instante con el hielo entre las manos, derritiéndose inexorablemente. Se trata de un símbolo humilde, inesperado y lógico. Con todo, a pesar de su evidencia, nos sorprende el rasgo de ingenio que vincula la transitoriedad de la propia vida con el problema práctico y acuciante de evitar que el hielo se funda ante nosotros sin remedio. Aún encuentra tiempo el narrador para observar «los seres esbeltos y primordiales» y «las formas puras» que se producen como consecuencia de la devastación del hielo. Pensamos en nuestra vida. El «ardiente y perverso reino» del sol, la angustia de ver cómo todos nuestros esfuerzos imaginarios para frenar el desastre son inútiles, nos prepara para un único verso donde reposa el horizonte de sentido de todo el poema. Cuando leemos:

Ama rápido, me dijo el sol

nos olvidamos del poeta y del heladero. Escuchamos con atención la voz inapelable del sol advirtiéndonos de la importancia de amar; y de amar rápido.




[1] Juan Eduardo Cirlot, «Lo incomunicable en poesía»
[2] Traducción de Alberto Silva (El libro del haiku, Buenos Aires, 2015)
[3] Del libro Banderas detrás de la niebla



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JOSÉ WATANABE (Trujillo1945 - Lima 2007). Entre otros, ha escrito los libros de poesía Álbum de familia, El huso de la palabra, Historia natural, La piedra alada y Banderas detrás de la niebla. Se han publicado diversas antologías de su obra, como El guardián del hielo (Norma, 2000), Elogio del refrenamiento (Renacimiento, 2003), así como su Poesía completa (Pretextos, 2008)


MISAEL RUIZ (Bruselas, 1960) es autor de los libros de poesía El hueco de las cosas (Trea, 2010) y Todo es real (Pre-textos, 2017; premio Antonio Oliver Belmás) y Una idea de mundo (Animal Sospechoso, 2022). Ha publicado igualmente, junto con Alberto Silva y Juan Pablo Roa, Renga (2022).  Ha traducido entre otros la poesía de  George Herbert (Animal Sospechoso, 2014, con Santiago Sanz; premio de Traducción Ángel Crespo). 












domingo, 15 de septiembre de 2019

Charles Baudelaire y la poesía moderna / Alberto Silva



                                                                    

Nadar                                                         Charles Baudelaire






























La obra poética y crítica de Baudelaire[i] esculpe con minucia la imagen de lo que el poeta francés considera un artista moderno. Artista en sentido nietzscheano, moderno en la acepción que él acuña. Propongo algunas características cruciales del modelo humano que su poesía sostiene.

Si quiere plasmar el prototipo dibujado, un poeta que se pretende «artista moderno» se pregunta lo menos posible por lo exterior, o desde dónde soplan los vientos. Recordando a Ray Bradbury, no atiende a «los aires del mercado y la vanguardia»[ii]. Estos aires malsanos constituyen de por sí un peligro, que al escritor llega de formas diversificadas.

Peligro de buscar para sí una voz que suene como le place al tiempo en que escribe. ¡Qué difícil es no fantasear, formar parte de una escuela! Cabe preguntarse: ¿y si la noción de escuela fuera prurito de una crítica deseosa de explicar la procesión después que esta ha pasado? La idea de un grupo de adscripción exacerba la necesidad de pertenencia de poetas temerosos de caer en las tinieblas exteriores del ostracismo. ¡Cuántos ficharon por el surrealismo, la poesía social o el objetivismo sin tener claro quiénes eran y cuáles sus posibilidades expresivas!

Peligro de transformar su decir en un sistema que cierra perfectamente. Dado que al público, o a la crítica, les gusta achacar a los poetas su incoherencia (entendida como debilidad, ausencia de voz propia), a veces estos se obsesionan por lograr en sus escritos la máxima uniformidad temática y sonora. Con los debidos respetos, la insistencia de Roberto Juarroz en su «poesía vertical» convoca una crítica de tal tipo: ¿no lo empuja esa opción al monotema y al formalismo expresivo? Hay quienes leen con aprensión la poesía de Sylvia Plath o Paul Celan si la entienden como dique contra el vendaval de la locura suicida.

Peligro de conformarse con docilidad al saber socialmente aceptado, buscando a toda costa el beneplácito ajeno. A menudo los poetas necesitan escuchar la voz de los críticos (no sólo los benévolos), incluso más que la propia. Los críticos pueden acertar, pero también exagerar, la presunción autobiográfica y no entender la compleja relación que se teje entre escritor y personaje: a veces, si este es alguien que viaja, lo leen como si el escriba protagonizara la acción. También ocurre que el crítico explica mal al público el contexto de un tema o dimensión abordados por el escritor, por ejemplo cuando el comentarista transforma los escarceos espirituales del poeta en ejercicios religiosos.

Un poeta que aspira al título de moderno (que nadie sino él discierne) debería preguntarse con Baudelaire hacia dónde lo lleva su impulso interior[iii]. ¿A identificarse con su obra, transformándose completamente en parte de ella? Entonces, para él, ser autor equivaldría a formar un todo compacto con lo producido, ignorándose como simple agente o catalizador de lo que ocurre. ¿O más bien quiere sentirse convincente por el hecho de adoptar lo que denominan «distanciamiento irónico» respecto de su obra? Olvida, en este nuevo caso, que su obra sólo circunstancialmente forma parte del mundo, de su mundo. ¿O quizá, finalmente, como sugiere Baudelaire, aspira a convertirse en «un hombre singular», buscador de «una singularidad tan poderosa y decidida que se basta a sí misma y ni siquiera busca la aprobación»?[iv]

Seguir el ritmo interior constituye una operación eminentemente activa: lleva a tomar una posición determinada. La primera postura resulta tentadora: produce con facilidad poetas heroicos. La heroicidad puede ser estética, como en el caso de John Keats, política, como en Nazim Hikmet, o melodramática en Alejandra Pizarnik. La segunda postura es respuesta pendular a la anterior: produce poetas desencantados. De un desencanto educado y metódico, como el de Jorge Aulicino, metafísico, como el agnóstico Jaime Gil de Biedma, y hasta cínico en lo personal, según se esfuerzan en parecer Catulo o Nicanor Parra. El tercer camino lo emprende quien convierte su fracaso relativo (no acaba de encontrar lo que busca) en material de construcción de su propio mito. Es el camino del «optimismo trágico» de Pierre Bourdieu; es la estética del instante, perennemente coronado y depuesto, propia de Yves Bonnefoy.

Las dos primeras posturas apuestan por elaborar un sistema de referencias limitado a la percepción o conciencia que cada poeta tiene de sí mismo. Cuando consideran que lo han establecido optan por callarse (es lo que sucedió a Gil de Biedma más de 10 años antes de su muerte), o deberían haberlo hecho (es lo que muchos le hubieran deseado a Pablo Neruda a partir de los años sesenta). En estos casos, el deseo se frustra al quedar sin objeto.

En cambio, la tercera posición apuesta por una ilimitación creciente de la persona, como parte de un mundo cuyas fronteras se borran a medida que pretende abarcarlas. Es por eso que el poeta no calla: no satisface el deseo, aunque tampoco lo frustra del todo; lo retroalimenta de modo provisorio en la búsqueda perdurable de una parcial satisfacción.

Limitándose, aparentemente, a reseñar las proezas plásticas de un desconocido Sr. G., Baudelaire consigue trazar un detallado y atrayente retrato del artista moderno como «hombre de mundo, hombre de multitudes y niño» ¿Por qué no considerarlo un programa digno de quien aspira a ser un auténtico artista? El verdadero creador es un hombre paradójico que reúne una entrega generosa a su proceso de singularización (su originalidad llega a ser muy productiva) y un desdén en forma de desprendimiento rayano en la desapropiación con respecto a la obra resultante de aquel proceso: «lleva la originalidad hasta la modestia»; «aspira a la insensibilidad» detestando sentirse de vuelta de las cosas.

El auténtico artista es alguien que en realidad no aspira a ser artista sino más bien un hombre de mundo: «un hombre del mundo entero, hombre que comprende el mundo y las misteriosas y legítimas razones de todos sus usos». Al artista de veras «no le gusta que le llamen artista» porque, salvo excepciones, un artista «vive muy escasamente, o incluso nada en absoluto, en el mundo moral y político».[v] El artista verdadero tiene mentalidad de sobreviviente. Como en el cuento de Edgar Allan Poe «El hombre de multitudes», se mantiene perennemente «en estado de convalecencia espiritual», aspirando con deleite los gérmenes de la vida y procurando retenerlo todo.[vi]

Por eso, las anteriores paradojas conducen a otra nueva, la que emulsiona como agua y aceite la agudeza de un «poderoso maestro», quien «se ha educado a sí mismo sin consejo alguno» y «ha encontrado enteramente en solitario todas las pequeñas añagazas del oficio», y la ingenuidad de un aprendiz, de un bárbaro y un niño con su «mirada fija y animalmente extática ante lo nuevo».[vii] El artista es aquel que ha logrado volver a ser niño. Se interesa vivamente por las cosas.  «El niño lo ve todo novedosamente, y está siempre ebrio». Aquí está la explicación baudeleriana del proceso creativo como proceso interior: «Nada se parece tanto a lo que llaman inspiración como la alegría con la que el niño absorbe la forma y el color».[viii]

El que logra volver a ser niño finalmente es un genio, modelo delineado por Baudelaire según la figura de Thomas de Quincey, a quien estudia con detalle al final de Los paraísos artificiales, en un largo ensayo titulado «El comedor de opio». El hombre de genio todavía es un niño siendo ya más que un niño: «tiene los nervios templados, mientras que en el niño son débiles; en el uno, la razón tiene un lugar considerable; en el otro, la sensibilidad ocupa casi todo su ser. Pero el genio no es sino la recuperación voluntaria de la infancia, la infancia ahora dotada, para expresarse, de órganos viriles y de un espíritu analítico que le permite ordenar el cúmulo de materiales involuntariamente amasados».[ix]

La multitud es el ámbito de ese hombre-niño que Baudelaire nos invita a ser y que él mismo consiguió encarnar hasta sus últimas consecuencias. «Su pasión y profesión: desposarse con la multitud». Porque el número es domicilio «del movimiento, de lo fugitivo y lo infinito». Y en la multitud el individuo se hace muchos, se hace felizmente todos. El poeta, dice en otro texto, breve y precioso, Las multitudes, «goza del incomparable privilegio de poder ser, a su guisa, él mismo y otro». Por lo que este «príncipe que goza por doquier de su carácter oculto», acaba siendo «un yo insaciable del no-yo»[x] que continuamente le devuelve el mundo en el que vive silenciosamente inmerso. ¡Qué cerca teníamos esta invitación a la poesía como camino de despersonalización! Una invitación que tantas veces, de puro distraídos, sólo escuchamos resonar cuando nos llega como un eco de un lejano (y ajeno) oriente…



[La primera parte de esta nota se publicó en el blog de Animal Sospechoso Editor con el título: Charles Baudelaire. La poesía moderna como búsqueda de lo nuevo.]

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[i]Los textos de Charles Baudelaire citados o aludidos se extraen de: Charles Baudelaire. Poesía completa. Escritos autobiográficos. Los paraísos artificiales. Crítica artística, literaria y musical, edición de Javier del Prado y José A. Millán Alba, Biblioteca de Literatura Universal, Editorial Espasa, Madrid 2000, CXX+1527 páginas.
[ii]Ray Bradbury, Zen y el Arte de Escribir, Minotauro, Buenos Aires, 2005, traducción de Marcelo Cohen, pp. 23ss.
[iii]CB, pp. 1282ss, El público moderno y la fotografía.
[iv]CB, p. 888, Madame Bovary, por Gustave Flaubert.
[v]CB, pp. 895-929, Théophile Gautier.
[vi]CB, p. 1374, El pintor de la vida moderna, III.
[vii]CB, p. 1376, El pintor…, III
[viii]CB, p. 1375, El pintor…, III.
[ix]CB, pp. 850 y 827ss, El comedor de opio.
[x]CB, p. 569, Las multitudes.


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ALBERTO SILVA (Buenos Aires), poeta y traductor, ha publicado los libros de poesía El viajeCelebración del mar y Perros calientesFue profesor de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto y ha publicado, entre otros, La invención de Japón (2000), El libro del Haiku (Bajo la luna, Buenos Aires, 2005; Visor, Madrid, 2008), Libro de amor de Murasaki (2008) y una serie de cuatro ensayos titulada Zen (Bajo la luna, Buenos Aires, 2015; Herder, Barcelona, 2018). 







sábado, 31 de agosto de 2019

La poesía de Juan Pablo Roa  / Misael Ruiz



                                                                    
































El presente artículo fue publicado originalmente en la revista AEREA Revista Hispanoamericana de Poesía (nº 13, Santiago de Chile, 2019) con el título El alcance real de las palabras. La poesía de Juan Pablo Roa.



Existen dos ediciones del libro de Juan Pablo Roa, Existe un lugar en donde nadie. Una primera edición en Lleonard Muntaner Ediciones (Palma de Mallorca, 2011; Premio de Poesía Vila de Martorell) y, más recientemente, en Pregunta Ediciones (Zaragoza, 2017).
           

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La poesía tiene muy diversas funciones. En este caso es el vehículo para explorar los cimientos de una conciencia, la del poeta, a partir de su experiencia particular de la muerte. Se trata de una aproximación meticulosa, atenta a los detalles y a las palabras sobre las que se sustenta; palabras que, por otro lado, nos sitúan en un lugar preciso, alejado de cualquier especulación verbal: no hay árboles, sino urapanes, pomarrosos, papayuelos, higueras, hicacos, limoneros, manglares, acacias, buganviles y cipreses que remiten a la aprehensión empírica de un lugar concreto del mundo. 

En el proceso de recuperación de la experiencia, el poema «toma [la] forma endurecida de la arcilla», como si, al igual que un recipiente de barro, las palabras recogiesen el agua de la memoria y su constelación de personajes familiares. Pero los materiales de la memoria no son objetos ni definidos ni definitivos, sino que se renuevan constantemente en el pensamiento. Ese es el motivo por el que ―y es difícil trasladar ese sentimiento al lenguaje normalizado de la prosa― el poema insiste «en la tenacidad de un alba que jamás termina». 

A lo largo del libro somos testigos de una presencia invisible que cobra cuerpo progresivamente, como la del carpintero que extrae la idea de una silla o una mesa de la nebulosa de su mente y le va dando forma física, que hacen pensar en la obra de Lezama Lima. Del mismo modo que algo nos recuerda también al poeta colombiano Aurelio Arturo; Juan Pablo Roa establece, como él, una relación no extática, sino suavemente agónica, con el paisaje de su tierra. 

Llama la atención un aspecto estructural de fondo del que el autor quizás no fuera consciente durante la gestación del libro. El proceso de indagación poética sigue las pautas que ya en el siglo XVI describiera Ignacio de Loyola para el desarrollo de la meditación religiosa. Según éste, en una primera fase, la memoria recoge el material de la experiencia sobre el que vamos a reflexionar; le sigue después el análisis propiamente dicho de ese material, y termina con la resolución moral o afectiva al conflicto que nos mueve a la reflexión. Eso es exactamente lo que sucede en Existe algún lugar en donde nadie. Sus dos primeras partes contienen el material primero del que se alimenta la conciencia poética de Juan Pablo Roa: el lugar del origen, y la muerte que lo asedia. En la tercera sección se desarrolla la reflexión sobre los materiales recogidos y, más concretamente, sobre la relación consustancial entre los vivos y los muertos; allí cree comprender que éstos pueden transmutarse en vida, al tiempo que aflora la conciencia cada vez más clara del peso que las palabras tienen en el análisis y en la propia sustancia de la experiencia. La sección final, la correspondiente a la tercera etapa de la meditación, revela una nueva perspectiva emocional e intelectual sobre al conflicto implícito en la gestación del libro. 

Dice el poeta encender su palabra «como una piedra endurecida en el fuego». Hay una aparente contradicción entre la permanencia de la piedra y la siempre cambiante llama, pero es precisamente esa conciliación de contrarios la que, al igual que en Heráclito, sostiene el mundo. Eso mismo sucede con las funciones contrarias de los vivos y los muertos: 



                luego fuiste Noche
             y mi cuerpo letra para el canto



Con todo, pide inútilmente en uno de sus versos al «cuerpo palpitante de las sombras» -puesto que la muerte no es sino la sombra de la vida- que saque su imagen del fuego por un minuto. 

Más adelante, en la tercera parte del libro, un soneto heterodoxo explica que el poeta pasa ahora ya los días sentado «bajo la pérgola de otro jardín» y que sus palabras son un «remo que tantea la sombra». Nos retrotrae al Ulises de la profecía de Tiresias: ¿deberá el poeta, al igual que Ulises con el remo, clavar la palabra en la tierra cuando reciba una clara señal de que ha llegado al lugar donde realizar el sacrificio a los dioses? Y, sin embargo, un remo también es un bastón:



            Poema, bastón de ciego
            que oye sólo lo que tocas.



El poema es un instrumento físico ―aliento hecho objeto sensible― que permite pensar las cosas tocándolas, tanteándolas.

En la sección titulada El agua ensimismada el libro cambia de tono. Las anteriores han cumplido su función purgativa. Superado el duelo –la meditada reflexión verbal del dolor- los poemas adquieren una tonalidad elegíaca y serena a un mismo tiempo. El lenguaje se vuelve familiar y las imágenes se desprenden imperceptiblemente de su dimensión metafórica para transformarse en la única descripción posible de aquello que designan: 



            Seguimos tan solos allí, madre, 
            con el fruto amargo de la sombra en los labios
            y la nieve de su cuerpo en el estanque.


La conciencia del poema ha recorrido un largo camino hasta su origen –«el árbol del difunto»-, ha sondeado el agua turbia de la muerte y ha vuelto la mirada sobre sus propias palabras. Ahora puede ya observar «la naturalidad con que la muerte nos visita», aunque no debemos olvidar que se trata de una naturalidad lentamente adquirida: 



            traigo viejas y trabajadas palabras en la noche
            para morder el duro fruto, el duro pan del llanto.


No hay descanso, quien ha emprendido la senda hacia las fuentes de su vida no podrá dejar nunca de interrogarlas. No en vano aflora, en los últimos versos, cierta lúcida melancolía sobre el alcance real de las palabras:



            La palabra es de lumbre
            cuando a ti vuelve el pensamiento,
            pero nunca termina de decirse. 







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JUAN PABLO ROA (Bogotá, 1967) es autor de los libros de poesía Ícaro (Bogotá, 1989), Canción para la espera (Bogotá, 1993), El basilisco (Ediciones sin nombre, México, 2008) y Existe algún lugar en donde nadie (Lleonard Muntaner, Palma de Mallorca, 2010), con el que obtuvo el XXXV premio de poesía Vila de Martorell. Existe una segunda edición de este mismo libro en Pregunta editores (Zaragoza, 2017). Ha traducido la poesía de Amelia Roselli (PoesíasÍgitur, 2004), Anna Maria Giancarli (Arqueología del presente, Peccata minuta) y Antonella Anedda (Desde el balcón del cuerpoVaso Roto, 2014). 

MISAEL RUIZ (Bruselas, 1960) es autor de los libros de poesía El hueco de las cosas (Trea, 2010) y Todo es real (Pre-textos, 2017; premio Antonio Oliver Belmás). Ha traducido y editado la poesía de Clive Wilmer (Vaso Roto, 2011), R.S. Thomas (Trea, 2008), George Herbert (Animal Sospechoso Editor, 2014, en colaboración con Santiago Sanz; premio de Traducción Ángel Crespo, 2015) y Catherine Pozzi (Animal Sospechoso Editor, 2018).






sábado, 20 de julio de 2019

Joan R. Lladós / Galaxias interiores









Joan Ramon Lladòs









Joan Ramon Lladós siempre ha tenido dos vertientes: una que le aboca a la física y otra a la metafísica. El poeta rima «mientras espera la libertad», al tiempo que reflexiona sobre el universo y las galaxias, sobre el origen y el vacío original, pero ensaya también la mirada interior, con una clara tendencia a filosofar sobre las complejidades del origen, la identidad, el espacio infinito, las muchas caras del tiempo, los universos paralelos y el vacío existencial. 

Xavier Moret




Publicamos a continuación una breve selección de sus Poemas cuánticos en traducción al español, seguidos de los poemas originales en catalán al final de la entrada. 

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El universo en la mirada



Son posibles otros universos
en derredor, muy cerca, al lado:                         
todo se vuelve cautivo de nuestra mirada.      
El tiempo transcurre más lentamente
en el pasado.





Perder el tiempo



Perder el tiempo, sin hacer nada,
es un vacío imposible.
¿Cómo imaginar
un espacio sin tiempo?
Nadie sabe aún
si hay un lugar en el universo
donde no exista el tiempo.
¿Es posible una memoria sin tiempo?
Perder el tiempo es no tener
presente, pasado ni futuro. 
No hacer nada, es la muerte
o la imaginación y el sueño.





Fuga imposible



Un día huí de mí
y aún no he podido
reencontrarme si no es
fingiéndome un yo
y simulando que me lo creo.
Lejos de mí mismo
no tengo por qué huir.





Vacío inexistente



El vacío es una falacia.
Engloba todos los reflejos
de cuanto le rodea.





Cada noche 



Desnudarse cada noche
mientras se aguarda el sueño
es una ceremonia.

Me desnudo cada noche
con mucha parsimonia
mientras aguardo el sueño.

Noche tras noche
voy desnudándome,
una prenda tras otra, 
mientras aguardo el sueño salvador
de la vigilia.  





Memoria del sueño



Si es imposible registrar los sueños
más allá de la memoria, 
¿a dónde van los sueños que no recordamos?

Me vienen a la memoria imágenes
que no había visto nunca 
antes de recordarlas. 

Cierro los ojos para ver claro, 
todo más real en el sueño.







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JOAN RAMON LLADÓS I TIRADO (Barcelona, 1954). Farmacéutico, licenciado por la Universidad de Barcelona (1978), divulgador y traductor de temas científicos, publicados en infinidad de artículos. Desde sus años de formación, en el Liceo Scientifico Italiano di Barcelona, su afición por la poesía lo ha llevado a traducir a poetas como Ungaretti y Salvatore Toma. Galàxies interiors (La puça del petroli, 2018) es su primer libro de poesía publicado.







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[Versión original en catalán]




L’univers en la mirada



Altres universos són possibles 
al voltant, ben a prop, al costat:
tot esdevé captiu del nostre esguard.
El temps transcorre més lentament
en el passat.




Perdre el temps



Perdre el temps sense fer res,
és un buit impossible.
Cóm es pot imaginar                                                     
un espai sense temps?
Ningú no sap encara
si hi ha un lloc a l’univers
on no existeixi el temps.
És possible una memòria sense temps?                              
Perdre el temps és no tenir 
present, passat ni futur.
Musar, no fer res, és la mort
o la imaginació i el somni. 
  



Fuga impossible



Un dia vaig fugir de mi
i encara no he pogut 
retrobar-me si no és
fingint-me un jo
i fent veure que m’ho crec. 
Lluny de mi mateix
no em cal fugir.





Buit inexistent



El buit és una fal·làcia.
Engloba tots els reflexos
d’allò que l’envolta.


  


Cada nit



És una cerimònia
despullar-se cada nit
tot esperant el somni.

Amb molta parsimònia
em despullo cada nit
tot esperant el somni.

Nit rere nit
em vaig despullant,
una peça rere l’altra,
tot esperant el somni salvador
de la vigília. 





Memòria del somni



Si és impossible enregistrar els somnis
més enllà de la nostra memòria,
¿on van els somnis que no recordem? 

Tinc memòria d’imatges
que no havia vist mai
abans de recordar-les.

Tanco els ulls per veure clar,
tot més real en somni.