viernes, 15 de febrero de 2019

La experiencia poética en torno a Juan L. Ortiz / Alberto Silva






Juan L. Ortiz




























Mencionando a Almafuerte, poeta hoy justamente olvidado, Jorge Luis Borges plantea algo crucial: «El poeta es un artesano o, si se prefiere, un artífice; su labor corresponde a una decisión, no a la necesidad». La afirmación es cierta: en el fondo ningún arte es necesario como lo son, por ejemplo, el transporte público o las vacunas. Se trata más bien de una decisión, a menudo tomada sin el acuerdo con los demás, o contra ellos. La ausencia de necesidad del arte resulta acuciante cuando la referimos a la poesía, eslabón débil de la cadena literaria. En un país como Argentina no existe el manto estatal que en otros, México o Cuba, abrigó (abriga) el trabajo de los poetas. Ni la red municipal española, que difunde a poetas ganadores de concursos de los ayuntamientos.

Tan franciscana pobreza conlleva una contrapartida: la libertad de creación. La ganancia escueta de la necesidad activa, la promesa de una libertad por así decir sobrevenida. La urgencia lo vuelve independiente. Será bueno o malo, pero se mantiene autónomo en lengua e intenciones, capaz de hacer lo que quiera. Con suerte, inventar (invenire: descubrir, crear). Antes de los laureles, si estos llegan, el único premio del poeta es su sonora soledad. 

Esto se aplica a Juan Laurentino Ortiz, «Juanele», que ha pasado a ser una voz apreciada en la lírica argentina del siglo XX. Las editoriales no lo publicaron casi nunca antes de su muerte. Los críticos lo ignoraron (mientras su valoración resultó postergable). El reconocimiento de los lectores tardó en darse. La situación puso a prueba su determinación. En su caso sirvió para demostrar la fuerza de su perenne decisión de vivir entregado a la poesía (más de sesenta años) alejado de círculos profesionales. La suya es una historia con (póstumo) final feliz. Hoy se produce la unanimidad inversa: críticos y profesores, escribas y lectores consideran a este autor de la provincia de Entre Ríos una cumbre de las letras argentinas, una voz relevante de la latinoamericana. 



Juan L. Ortiz: el hombre 


Ortiz, Juanele como si fuera un apellido, vino del campo argentino. La campiña, en Argentina, se parece poco a la española o la japonesa, llenas de pueblos, caminos y todo tipo de huellas de una presencia humana de larga data. Se trata de la pampa, espacio vasto y solitario. No mucha gente puebla esas extensiones interminables. En todo caso se trata de trabajadores sumidos en situaciones simples, como la que describe este poema, «El aguaribay florecido». Lo escribió en 1951, con cincuenta y cinco años:

Muchachas de ojos de flores y de labios de flores.
En la sombra exhalada -¿de qué su dulce hálito?-
los vestidos ligeros, muy ligeros, con pintas….

El campo de Juanele es la provincia de Entre Ríos. En el contexto territorial argentino se le asocia una imagen fuerte: el inmenso delta del río Paraná. Imaginemos la vacilación casi interminable de esta desembocadura antes de llegar y echarse a morir (y vivir) en otra inmensidad, la del Río de la Plata. No se trata de la nítida geografía del Amazonas volcándose en un Atlántico sin tropiezos, ni la espesa jungla del Ganges vertiéndose en el Índico, bajo la mirada atenta y fastidiada de millones de seres humanos que se arraciman en los bajíos de Bangladesh. El delta del Paraná, cuantioso como los dos anteriores, es «el lugar sin límites» (título de una novela que parece salida de la lectura de quien su autor, Juan José Saer, consideró maestro de pluma y mirada). Los escasos habitantes de la zona resuelven su contencioso con la naturaleza a fin de sobrevivirla: se adaptan a ella por vía de acercársele. Mucho antes, en 1937, Ortiz ya expresaba esto con un detalle que repetiría en toda su obra, ganando en hondura y talento lo que no pretendió distraer en variedad. Un poema sin título que dice así:

          Fui al río, y lo sentía
          cerca de mí, enfrente de mí.
          Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.

Regresaba
-¿Era yo el que regresaba?-
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mi con sus ramajes.
Era yo un río al anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

Algunos detalles biográficos ayudan a entender el contexto de la obra de Ortiz. Su ambiente es homogéneo en extremo: escribió entre 1917 y 1978 una obra que no incluyó punto final. Como un río, su poesía es espacio-tiempo infinito, en movimiento y desarrollo incesantes.

Nació en Puerto Ruiz, departamento de Gualeguay, en 1896. El menor de diez hermanos, en una casa sin lujos y tampoco urgida por la pobreza. En 1920 nombraron a su padre administrador de una estancia (finca agrícola-ganadera) en la selva de Montiel. Poco que hacer, salvo ir a la escuela y zambullirse en una biblioteca que para él sería, desde pequeño, ámbito propiciatorio de sus fantasías de «viajero inmóvil» (para retomar a Jean Giono). En una vida así se encuentra tiempo para todo: el mundo interior no necesita transformarse en refugio contra un exterior agresivo. Juan L. era un niño normal: jugaba con los demás, exploraba el mundo circundante y reflexionaba en silencio (a escala de su edad) sobre maravillas que uno descubre en el mundo (cuando mira). Luego fue a la escuela media, que no terminó. Militó en la izquierda como muchos a su alrededor, dando forma a una sensibilidad que nunca lo abandonaría: consideraba que el centro de su apasionada observación de la naturaleza era el drama humano, navegando en caudalosos ríos poéticos. Lo mismo sucede, sea dicho de paso, con la poesía del haiku japonés: salvo excepciones, la tan mentada naturaleza no lleva a los haijin (hombres del haiku) al naturalismo: para ellos se trata de una naturaleza a escala humana, vista y experimentada por quien es capaz de decirla en tercetos elocuentes. 

Más tarde pasó un año en Buenos Aires, ya mordido por la literatura, y unos meses como polizón de barco vagando por la ciudad de Marsella, desde la que volvió a Buenos Aires. Mucho más adelante visitará por dos meses China, invitado a un congreso de escritores. Un total de tres salidas de su tierra en más de seis décadas. El resto lo pasó en Entre Ríos, mayormente en Gualeguay. Centrado en tan restringida geografía no parece haber sentido claustrofobia: un poeta es capaz de asomarse al mundo mirando por el ojo incómodo y estrecho de una cerradura. 

Cuando le llegó el turno, Ortiz se empleó como funcionario público en el Registro Civil, primer y único trabajo que practicó como ganapán hasta jubilarse: anotar nacimientos y defunciones, mientras se abismaba en el continuo nacer, morir y renacer de un universo más ancho y menos ajeno que su oficina. Se casó en 1924 con su primera y última novia, Gerarda Irazusta, quien le dará un varón, Evar, único hijo. Salvo las ocho horas de labor administrativa rutinaria, estimó que tenía todo el tiempo por delante para escribir. Deseando centrarse únicamente en la poesía, consiguió la plenitud en la vida simple e inmediata de un empleado provinciano raso. De sí mismo decía Julio Cortázar (¿sabría algo de Ortiz?) que sus años más plenos habían sido los primeros en la capital de Francia, trabajando como empleadillo de una librería del Barrio Latino: hacer paquetes y recados, abrir y cerrar la tienda, mientras la imaginación se le disparaba, elaborando las historias de alguien capaz de vivir a pleno pulmón. Idéntica imagen desprende la poesía de Ortiz. Tal vez allí reside su primera característica: es capaz de «encantar» al lector, según la expresión de R. L. Stevenson. 

Como nadie lo publicaba decidió convertirse en su propio editor. Así se le escurrieron los años, publicando por cuenta propia en ediciones sin diseño y no escasas erratas, deseoso de escuchar el secreto de la naturaleza, que resonaba en sus oídos de forma vibrante. 

Poco a poco la poesía de Ortiz fue haciendo camino entre ciertos lectores. Desde los años sesenta (o sea: habiendo superado Ortiz sus sesenta), coincidiendo con su única mudanza desde Gualeguay a la ciudad de Paraná, comenzó a recibir visitas. Al principio, poetas y escritores de provincias (Juan José Saer, Hugo Gola, Alfredo Veyravé, Carlos Mastronardi). Con el tiempo vendría más y más gente de Buenos Aires y «del exterior», como en la Argentina claustrofóbica denominan al extranjero. 

Un poeta inmóvil ajeno a los círculos artísticos, impertérrito ante el embrujo de la prensa, delgado y afilado como un asceta chino, fumando por una larga boquilla que parecía (y era) opiácea: el impulso vital se le desbordaba tanto que necesitaba más y más tiempo, recurriendo a estimulantes –en esa época lo usual eran anfetaminas- para prolongar las jornadas. Su estampa fascinaba a sus cada vez menos raros visitantes: deslumbrados por su obra, querían conocer al autor. Y se encontraban con un personaje, en el sentido más retórico del término. 

No cuento una success story con final hollywoodense. Ortiz se hizo notorio y eso sin duda le vino bien. Pero no buscó representar un papel de santón. A esas alturas de su vida, ya estaba absorbido por otra interpretación, más profunda y duradera: la del hombre que, como en ríos que jamás dejó de cantar, se zambulle en el discurrir de lo que vive. Así lo encontró la muerte, viviendo. Lo que para él quería decir: escribiendo, en familia, recibiendo visitas deseadas o huyendo de las poco interesantes. Una vida de poeta. Parafraseando al Cesare Pavese memorialista, en el caso de Ortiz «el oficio de vivir» acabaría por coincidir con «el oficio de poeta».



La poesía de Ortiz


Los libros de Ortiz tienen tono de elegía, en el contexto de una escritura que gira en torno al paisaje. La primera reacción de mucha gente podría ser: ¡otro poeta de provincias!, ¡otro imitador de Garcilaso! Al cabo de unas páginas empezamos a cambiar de actitud y pasamos a leerlo con atención. Entonces podemos capturar presas valiosas que se mueven por debajo, peces en el agua. En su poesía, la naturaleza se anuda al hombre y el hombre se anuda a la naturaleza. Vean el fraseo característico de su poesía:

          El río tiene esta mañana, amigos,
una fisonomía cambiante, móvil,
en su amor con el cielo melodioso de otoño.

Como una fisonomía dichosa cambia,
como una fisonomía sensible, sensitiva.

Orillas. Isla de enfrente.
Cómo danzaría la alegría allí,
cómo danzaría,
ebria de ritmo ante las formas de las nubes,
de las ramas, de la gracia de los follajes
penetrados de cielo pálido y dichoso!

¡Cómo danzaría la alegría allí!

Orillas.

Una mujer que va hacia una canoa.
Hombres del lado opuesto que cargan la suya.
Los gestos de los hombres y el paso de la mujer
y el canto de los pájaros se acuerdan
con el agua y el cielo en un secreto ritmo.

Un momento de olvido musical, un momento.
Un momento de olvido para nosotros, claro.

La naturaleza nunca olvida. Si tono naturalista hay, se subsume en la mirada que le dedica un hombre. Y al decir hombre estamos hablando de drama humano (el drâomai del teatro griego). La naturaleza es de por sí belleza, dice a cada paso Ortiz. Y el hombre forma parte de ella. Ahora bien: en el mundo también hay dolor. No sólo existencial; también histórico, sentido físicamente y que perturba la contemplación y el gozo de lo que de todos modos no deja de ser hermoso. Este drama, al que el poeta nunca conseguirá acostumbrarse, tiene un nombre: injusticia, explotación. El poeta recibe ondas de desarmonía. En El alba sube…, de 1936, escribió «No es posible», poema cuyo núcleo se desvela en los últimos seis versos:

No, la muerte mágica de la música,
ni la turbadora sutileza,
mientras bajo la lluvia
hombres sin techo y sin pan
parados en los campos,
vacilan al entrar a la noche mojada!

La respuesta de Ortiz al sufrimiento fue una complejidad narrativa cada vez mayor. Su poética se presenta como «una lírica narrativa», según indicó el mencionado Saer, prologuista de sus obras completas. La poesía «es como un río», dice Juanele. Siempre fluye. Nunca se acaba de decir, como una corriente no acaba de pasar ante los ojos. Esta implicancia mutua se tradujo en el intenso afán orticiano de urdir una auténtica poesía-río, de la que el poema «El Gualeguay» constituye máximo ejemplo. El texto se extiende por casi cien páginas sin que su lectura incite a sospechar que estamos delante de una hipérbole monstruosa o una aburrida monserga. El Danubio o el Níger no dejan de ser ríos maravillosos, cautivantes. Pero únicamente son muy largos: en mi experiencia de ellos, nuestra visión sólo puede abarcarlos en medio de una navegación, como el Congo en Joseph Conrad. Una poesía-río se transforma en algo nuestro cuando decidimos navegarla, cuando la hacemos experiencia propia mediante una lectura atenta y consonante. Así arranca Ortiz:

Qué dulce calor, allá
de la hondonada que dejara, cuándo? el mar,
subió en una nube de paloma?
O venía él
con el hálito, gris y blanco, del mar?
Y qué viento, qué viento, vino al encuentro de la nube
para una hija que cayera, pálida,
o con todo el día en sus cintillos?:
Cómo fue aquella lluvia
de arpa ciega o de penumbra
o de juncos de vidrios que huían
o plantaba una hada brusca?
Y de qué mes, de cuál, sus cabellos o sus varas?

Igual que un río, la poesía de Ortiz siempre es la misma: en movimiento, en proceso de cambio heracliteano, un espacio en continuada mutación. Como ocurre con Pablo Neruda, Saint-John Perse o Walt Whitman, la inagotable multiplicidad del mundo se condensa en el paisaje. En el otro extremo de la métrica, es también el caso de los haikus. Si los motes sirven de algo, en el caso de Ortiz podríamos hablar de un materialismo lírico. Le interesa lo impermanente: ofrece una poesía del tránsito o del pasaje, semejante por este rasgo a la poética del haiku (al menos hasta Shiki). Pero no pierde huella o estructura, rasgo que otorga a su poesía autonomía y fortaleza. 

Autonomía en un doble sentido. Como hecho artístico: ¿de qué o de quién dependería un proyecto poético que se alimenta de su propio transcurso? Aunque fue lector omnívoro de poesía, la propia no imita a la de nadie; se limita a seguir el hilo de su narración. como estilo de vida: ¿qué podría necesitar, además de tiempo, quien únicamente pretende observar el transcurso de las horas, formando parte, eso sí, de la mutación que es el objeto mismo de su mirada? Ortiz no busca nada, ni siquiera acuñar un estilo propio. Se limita a repetir los gestos que hacen irrepetible una biografía humana. 
Fortaleza, igualmente en un sentido doble. Antes que nada estética. La poética de Ortiz se desarrolla movida por las persuasivas razones de todo río: bajar, seguir, engrosarse, darse a algo que siempre se sitúa más allá). Y, luego, moral. Su poética no se afana en llegar a un fin previsto; es similar a la actitud romana clásica del carpe diem: si uno calibra bien el diapasón llega a tiempo a cada momento; y cada vez está llegando hasta ese final. 

El tema de la poesía de Ortiz, metaforizada por el río, viene a ser el propio devenir, como canta en múltiples ocasiones:

Y el río devenía, así,
un niño,
un niño perdido, perdido, en un destino de llovizna,
con angustias de cinc,
entre unos aparecidos de herrumbre, humillados, humillados,
por los caminos de las ráfagas…
hasta el anochecer todo de hilas y clavado todavía
sobre su ceguedad lívida,
lívida,
por el llanto de los perros cimarrones que lo excedía, aún,
hacia no se sabía, no, qué espectros…
Y era él mismo, el que bajo el más allá de los miedos
se volvía en la penumbra
qué había ahogado, extrañísima, toda la selva y todo el cielo?

Una estética y una práctica poética, las de Ortiz, orientadas a buscar un progresivo desprendimiento. Hay consonancia entre el proyecto de escritura del argentino y otros propios de Japón, representados por el haiku de Bashô y Buson, Issa, Ryôkan y Shiki, con sus respectivos discípulos.

En varios sentidos la obra de Ortiz invita a «ponerse en marcha». Pero no en el sentido de alguna movilización o progreso (ambos tomados como dinámica de construcción de la propia destrucción, tan típica de la posmodernidad capitalista), sino en el sentido de «quietud perceptiva» (tan marcada en la biografía del poeta entrerriano), como se diría desde una perspectiva oriental. Buda significa «el que está atento», alguien al que nadie moviliza si su giroscopio interno no lo decide así; y al que ninguno desvía de las orientaciones que tomó.

Se trata, en la poesía de Ortiz, ya no de aceptar la marginalidad en que vive sumida la mayor parte de la humanidad sino de situarse por propia voluntad al margen de ciertas contiendas humanas. De ninguna manera fuera del drama que nos habita y nos puebla, al que no podemos ni debemos escapar, y del que sólo podemos testimoniar mediante una compasión activa con los desastres naturales y sociales. Se trata de situarse «entre» dos mundos posibles: entre líneas, entre ríos, entre discursos falsamente enfrentados, entre el centro de un poder mitificado y la vastedad de una periferia abandonada. En ese «entre-estar» el asunto es establecer una nueva centralidad, la de quienes eligen su destino y hacen de su vida el motor de comprensión y unión con otras vidas: sin aceptar un verbo ajeno, ni quedar callado.

Se le hace necesario desprenderse de los convencionalismos habituales, denunciando el orden tácito que todos hemos heredado. Eso implica un cuestionamiento del orden social, aunque también del propio mundo personal en cuanto «parálisis» (como diría James Joyce en Dublineses). Y, dado que la poesía es incapaz de modificar el mundo por sus propias fuerzas, la transformación aludida tiene que empezar de inmediato y en la propia persona del poeta. ¿Cómo consigue un poeta transformar su existencia? Por el método (simple, radical y difícil, hay que reconocerlo) de transformarse en su escritura, mutándose en el (mudándose al) personaje mismo que narra (en el caso de Ortiz, narrar adquiere sentido parecido al empleado para los characters de la novela o del teatro, como en Shakespeare). Juanele narra el despliegue y desvelamiento del universo a su alcance.

La lógica de sus opciones le obliga, finalmente, a entregarse al juego azaroso de la vida. A fuerza de vivir la circunstancia limitada y metódica de un solo lugar, de un solo trabajo, de un elenco limitadísimo de relaciones, el poeta Ortiz se volvió capaz de comprender que el flujo de la vida resulta de una variedad sorprendente, cuando somos capaces de abandonar nuestra mente al movimiento de la propia realidad, poniendo cualquier ritmo personal al diapasón del mundo exterior. Esto implica cuestionar la tiranía de una mente demasiado razonante, de una razón demasiado pensante. En un largo poema llamado, para variar, «Entre Ríos», escuchamos lo siguiente:

Cómo podría decirte, oh tú, el que no puede decirse
alma, ahora, del sauce:
el sauce que Michaux hubo de comprender, al parecer,
recién en Pekín?

Si el sauce eternamente se va,
hojeando sus pececillos, siempre, en una cita de ríos
que no pueden verse…
se va para la red que no sigue
la fuga de las escamas…
qué mallas, entonces, para lo que sólo se adivinaría
de este viaje?

Podríamos asir
el recuerdo de su humildad sobre la punta de los aires
y de ese sosiego
de las titilaciones mismas
que no dejaba de afinarnos, parecidamente, también,
tal a un arpa que debía reprimir
todos los días,
luego
una necesidad de lágrimas?…

Pero es mi “país” únicamente, el sauce
que sobrenadaría, hoy, sobre las direcciones de un limbo?
No es, asimismo,
el “laúd” de líneas de ave
y  de líneas que apenas se miran…







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JUAN LAURENTINO ORTIZ (Puerto Ruiz, 1896 – Paraná, 1978). Publicó los libros de poesía El agua y la nocheEl alba sube...El ángel inclinado, La rama hacia el esteEl álamo y el vientoEl aire conmovidoLa mano infinitaLa brisa profundaEl alma y las colinasDe las raíces y del cielo En el aura del sauce.



ALBERTO SILVA (Buenos Aires), poeta y traductor, ha publicado los libros de poesía El viajeCelebración del mar y Perros calientesFue profesor de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto y ha publicado, entre otros, La invención de Japón (2000), El libro del Haiku (Bajo la luna, Buenos Aires, 2005; Visor, Madrid, 2008), Libro de amor de Murasaki (2008) y una serie de cuatro ensayos titulada Zen (Bajo la luna, Buenos Aires, 2015; Herder, Barcelona, 2018). 

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