sábado, 31 de agosto de 2019

La poesía de Juan Pablo Roa  / Misael Ruiz



                                                                    
































El presente artículo fue publicado originalmente en la revista AEREA Revista Hispanoamericana de Poesía (nº 13, Santiago de Chile, 2019) con el título El alcance real de las palabras. La poesía de Juan Pablo Roa.



Existen dos ediciones del libro de Juan Pablo Roa, Existe un lugar en donde nadie. Una primera edición en Lleonard Muntaner Ediciones (Palma de Mallorca, 2011; Premio de Poesía Vila de Martorell) y, más recientemente, en Pregunta Ediciones (Zaragoza, 2017).
           

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La poesía tiene muy diversas funciones. En este caso es el vehículo para explorar los cimientos de una conciencia, la del poeta, a partir de su experiencia particular de la muerte. Se trata de una aproximación meticulosa, atenta a los detalles y a las palabras sobre las que se sustenta; palabras que, por otro lado, nos sitúan en un lugar preciso, alejado de cualquier especulación verbal: no hay árboles, sino urapanes, pomarrosos, papayuelos, higueras, hicacos, limoneros, manglares, acacias, buganviles y cipreses que remiten a la aprehensión empírica de un lugar concreto del mundo. 

En el proceso de recuperación de la experiencia, el poema «toma [la] forma endurecida de la arcilla», como si, al igual que un recipiente de barro, las palabras recogiesen el agua de la memoria y su constelación de personajes familiares. Pero los materiales de la memoria no son objetos ni definidos ni definitivos, sino que se renuevan constantemente en el pensamiento. Ese es el motivo por el que ―y es difícil trasladar ese sentimiento al lenguaje normalizado de la prosa― el poema insiste «en la tenacidad de un alba que jamás termina». 

A lo largo del libro somos testigos de una presencia invisible que cobra cuerpo progresivamente, como la del carpintero que extrae la idea de una silla o una mesa de la nebulosa de su mente y le va dando forma física, que hacen pensar en la obra de Lezama Lima. Del mismo modo que algo nos recuerda también al poeta colombiano Aurelio Arturo; Juan Pablo Roa establece, como él, una relación no extática, sino suavemente agónica, con el paisaje de su tierra. 

Llama la atención un aspecto estructural de fondo del que el autor quizás no fuera consciente durante la gestación del libro. El proceso de indagación poética sigue las pautas que ya en el siglo XVI describiera Ignacio de Loyola para el desarrollo de la meditación religiosa. Según éste, en una primera fase, la memoria recoge el material de la experiencia sobre el que vamos a reflexionar; le sigue después el análisis propiamente dicho de ese material, y termina con la resolución moral o afectiva al conflicto que nos mueve a la reflexión. Eso es exactamente lo que sucede en Existe algún lugar en donde nadie. Sus dos primeras partes contienen el material primero del que se alimenta la conciencia poética de Juan Pablo Roa: el lugar del origen, y la muerte que lo asedia. En la tercera sección se desarrolla la reflexión sobre los materiales recogidos y, más concretamente, sobre la relación consustancial entre los vivos y los muertos; allí cree comprender que éstos pueden transmutarse en vida, al tiempo que aflora la conciencia cada vez más clara del peso que las palabras tienen en el análisis y en la propia sustancia de la experiencia. La sección final, la correspondiente a la tercera etapa de la meditación, revela una nueva perspectiva emocional e intelectual sobre al conflicto implícito en la gestación del libro. 

Dice el poeta encender su palabra «como una piedra endurecida en el fuego». Hay una aparente contradicción entre la permanencia de la piedra y la siempre cambiante llama, pero es precisamente esa conciliación de contrarios la que, al igual que en Heráclito, sostiene el mundo. Eso mismo sucede con las funciones contrarias de los vivos y los muertos: 



                luego fuiste Noche
             y mi cuerpo letra para el canto



Con todo, pide inútilmente en uno de sus versos al «cuerpo palpitante de las sombras» -puesto que la muerte no es sino la sombra de la vida- que saque su imagen del fuego por un minuto. 

Más adelante, en la tercera parte del libro, un soneto heterodoxo explica que el poeta pasa ahora ya los días sentado «bajo la pérgola de otro jardín» y que sus palabras son un «remo que tantea la sombra». Nos retrotrae al Ulises de la profecía de Tiresias: ¿deberá el poeta, al igual que Ulises con el remo, clavar la palabra en la tierra cuando reciba una clara señal de que ha llegado al lugar donde realizar el sacrificio a los dioses? Y, sin embargo, un remo también es un bastón:



            Poema, bastón de ciego
            que oye sólo lo que tocas.



El poema es un instrumento físico ―aliento hecho objeto sensible― que permite pensar las cosas tocándolas, tanteándolas.

En la sección titulada El agua ensimismada el libro cambia de tono. Las anteriores han cumplido su función purgativa. Superado el duelo –la meditada reflexión verbal del dolor- los poemas adquieren una tonalidad elegíaca y serena a un mismo tiempo. El lenguaje se vuelve familiar y las imágenes se desprenden imperceptiblemente de su dimensión metafórica para transformarse en la única descripción posible de aquello que designan: 



            Seguimos tan solos allí, madre, 
            con el fruto amargo de la sombra en los labios
            y la nieve de su cuerpo en el estanque.


La conciencia del poema ha recorrido un largo camino hasta su origen –«el árbol del difunto»-, ha sondeado el agua turbia de la muerte y ha vuelto la mirada sobre sus propias palabras. Ahora puede ya observar «la naturalidad con que la muerte nos visita», aunque no debemos olvidar que se trata de una naturalidad lentamente adquirida: 



            traigo viejas y trabajadas palabras en la noche
            para morder el duro fruto, el duro pan del llanto.


No hay descanso, quien ha emprendido la senda hacia las fuentes de su vida no podrá dejar nunca de interrogarlas. No en vano aflora, en los últimos versos, cierta lúcida melancolía sobre el alcance real de las palabras:



            La palabra es de lumbre
            cuando a ti vuelve el pensamiento,
            pero nunca termina de decirse. 







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JUAN PABLO ROA (Bogotá, 1967) es autor de los libros de poesía Ícaro (Bogotá, 1989), Canción para la espera (Bogotá, 1993), El basilisco (Ediciones sin nombre, México, 2008) y Existe algún lugar en donde nadie (Lleonard Muntaner, Palma de Mallorca, 2010), con el que obtuvo el XXXV premio de poesía Vila de Martorell. Existe una segunda edición de este mismo libro en Pregunta editores (Zaragoza, 2017). Ha traducido la poesía de Amelia Roselli (PoesíasÍgitur, 2004), Anna Maria Giancarli (Arqueología del presente, Peccata minuta) y Antonella Anedda (Desde el balcón del cuerpoVaso Roto, 2014). 

MISAEL RUIZ (Bruselas, 1960) es autor de los libros de poesía El hueco de las cosas (Trea, 2010) y Todo es real (Pre-textos, 2017; premio Antonio Oliver Belmás). Ha traducido y editado la poesía de Clive Wilmer (Vaso Roto, 2011), R.S. Thomas (Trea, 2008), George Herbert (Animal Sospechoso Editor, 2014, en colaboración con Santiago Sanz; premio de Traducción Ángel Crespo, 2015) y Catherine Pozzi (Animal Sospechoso Editor, 2018).