jueves, 21 de noviembre de 2019

José Watanabe, el guardián del hielo / Misael Ruiz



                                                           
José Watanabe
























Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil.
           
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardián del hielo.






Desde su primera lectura, hace ya años, los poemas de José Watanabe han ido incorporándose con naturalidad a mi pensamiento. Quiero volver aquí sobre uno de los más conocidos del autor peruano, de apariencia ligera y que, precisamente por su aparente intrascendencia, permanece activo en la memoria como una imagen nunca del todo resuelta. Se trata de un poema sencillo y sospechosamente comprensible que lleva por título «El guardián del hielo». 

Dice Juan Eduardo Cirlot, en un breve ensayo sobre lo que la poesía no puede comunicar, que un poema necesita, tras una primera lectura de conjunto, una segunda más analítica, antes de concluir con una lectura de síntesis (1). Si esto es así, «El guardián del hielo» es un poema inusual. Su transparencia permite rendir cuentas del poema en una sola lectura; y, sin embargo, es un poema que no se agota. 

El asunto se le ofrece al lector sin preámbulos, in media res, que es como suceden todas las cosas en el mundo. En un lugar rural y sin importancia simbólica, coinciden por azar el protagonista del poema, el heladero y el sol. La presentación no está del todo exenta de sorpresa. Para comenzar, el «yo» del poema aparece inesperadamente tras un encabalgamiento para quedar colgado en un minúsculo verso burlonamente enfático: «y yo». Sabemos desde ese primer momento que hay un heladero, pero también que el eje del poema será un yo aún por definir. Después, nada más contarnos el narrador que se encontraba corriendo «tras los pájaros huidos del fuego», aparece el sol. Todos los saltos entre versos largos y breves, que no siempre coinciden con los períodos sintácticos o con las unidades de sentido, nos conducen al centro de una escena de tono vagamente mitológico que nos llena de tenues expectativas. Pero algo nos hace sospechar que el poeta está sonriendo por debajo de las palabras. ¿Qué poema es este sobre un heladero, un niño y el sol? Nos relajamos. 

Aparece al poco un verso suelto que confirma el tono irónico del poema: 

Oh cuidar lo fugaz bajo el sol

Ese «Oh» se alza como un pequeño pedestal tras los primeros versos llanos, desenfadados e indiferentes a la métrica regular. No obstante, es un verso de doble filo, suavemente filosófico y burlón. Su impostada solemnidad ha imprimido un giro inesperado a la historia con el fin de servirse del tópico de la fugacidad de las cosas tratando al mismo tiempo de no caer en él. 

Watanabe quizás aprendiera ese recurso en el taller mental del haiku, que conoció desde niño a través de su padre, un inmigrante japonés culto y lector de ese tipo de poesía. En vez de buscar imágenes novedosas, el haiku se nutre de un fondo limitado de sustantivos refrendado por la tradición para referirse a unos pocos temas fundamentales. Por ceñirnos a la primavera, suelen aludir a ella repetidamente recurriendo a la imagen de las cerezas, las mariposas, las golondrinas, la neblina y las montañas risueñas. Recordemos un conocido haiku del poeta Bashô:

La vieja charca
Zambullón de una rana
Ruido del agua (2)

En el prólogo a su libro El huso de la palabra, Watanabe escribe que cuando, de niño, su padre le tradujo el poema del japonés, no sabía que cuando «Basho describía el salto de la rana en el estanque antiguo […] estaba hablando de nuestra condición: un efímero ruido de agua interrumpiendo un gran silencio.» Esa lectura tendría eco mucho después en uno de sus poemas breves titulado «Bashô»: 

El estanque antiguo, 
ninguna rana.
El poeta escribe con su bastón en la superficie. 
Hace cuatro siglos que tiembla el agua. (3)

Empleando las mismas figuras convencionales de la charca, la rana y el agua, el poeta peruano parece hablar ahora de la persistencia del gesto de su precursor, es decir, de su iluminación o clarividencia poética.

Un lector medianamente sofisticado espera de un poema imágenes y combinaciones de palabras y de ideas que le produzcan una cierta sorpresa, sobre un fondo de convenciones y tópicos literarios de los que después se desvía. Hemos visto que en su poema El guardián del hielo Watanabe hace lo contrario: primero crea una situación poética inusual haciéndonos dudar del tono del poema, ¿habla en serio o es impostado? Y cuando ya nos ha convencido de su ironía, cambia de registro, introduce inesperadamente el tópico y nos comienza a hablar de la fugacidad de las cosas.

Al principio, sentimos una cierta inseguridad interpretativa debido a la falta de correspondencia entre el asunto a tratar y las circunstancias verbales cambiantes en que aparece. En su libro ¿Cómo hacer cosas con palabras?, el filósofo del lenguaje ordinario J.L. Austin expone que la expresión de, por ejemplo, un juramento o una sentencia judicial requiere, para que tenga validez, de un procedimiento convencional aceptado y de determinadas circunstancias sin las cuales pierde todo valor. El juez debe formular su veredicto con cierta formalidad y sus palabras deben ser dichas en la sala de un tribunal de justicia y no en cualquier otro lugar. Como la función de un poema no es la de un proceso judicial, donde no debería haber ambigüedad ni albergar más de una posible lectura, José Watanabe pervierte el procedimiento: modifica el paisaje verbal en el que se inserta la reflexión sobre el cambio inexorable de las cosas y con este simple desplazamiento crea relaciones inesperadas entre el ilustre tempus fugit y el tono menor de la escena donde lo saca a relucir. 

A partir de ese momento el poema no nos concede tiempo para más reflexiones. Nos hallamos al instante con el hielo entre las manos, derritiéndose inexorablemente. Se trata de un símbolo humilde, inesperado y lógico. Con todo, a pesar de su evidencia, nos sorprende el rasgo de ingenio que vincula la transitoriedad de la propia vida con el problema práctico y acuciante de evitar que el hielo se funda ante nosotros sin remedio. Aún encuentra tiempo el narrador para observar «los seres esbeltos y primordiales» y «las formas puras» que se producen como consecuencia de la devastación del hielo. Pensamos en nuestra vida. El «ardiente y perverso reino» del sol, la angustia de ver cómo todos nuestros esfuerzos imaginarios para frenar el desastre son inútiles, nos prepara para un único verso donde reposa el horizonte de sentido de todo el poema. Cuando leemos:

Ama rápido, me dijo el sol

nos olvidamos del poeta y del heladero. Escuchamos con atención la voz inapelable del sol advirtiéndonos de la importancia de amar; y de amar rápido.




[1] Juan Eduardo Cirlot, «Lo incomunicable en poesía»
[2] Traducción de Alberto Silva (El libro del haiku, Buenos Aires, 2015)
[3] Del libro Banderas detrás de la niebla



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JOSÉ WATANABE (Trujillo1945 - Lima 2007). Entre otros, ha escrito los libros de poesía Álbum de familia, El huso de la palabra, Historia natural, La piedra alada y Banderas detrás de la niebla. Se han publicado diversas antologías de su obra, como El guardián del hielo (Norma, 2000), Elogio del refrenamiento (Renacimiento, 2003), así como su Poesía completa (Pretextos, 2008)


MISAEL RUIZ (Bruselas, 1960) es autor de los libros de poesía El hueco de las cosas (Trea, 2010) y Todo es real (Pre-textos, 2017; premio Antonio Oliver Belmás) y Una idea de mundo (Animal Sospechoso, 2022). Ha publicado igualmente, junto con Alberto Silva y Juan Pablo Roa, Renga (2022).  Ha traducido entre otros la poesía de  George Herbert (Animal Sospechoso, 2014, con Santiago Sanz; premio de Traducción Ángel Crespo). 












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