Rainer Maria Rilke / Requiem (1908)
Traducción de Felipe R. Ayuso
El Requiem fue escrito por Rilke entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre de 1908 en el hotel Biron de París a la memoria de su amiga, la pintora Paula Becker, fallecida un año antes al dar a luz a su primer hijo. Becker formó parte de la comunidad artística de Worspede y retrató a Rilke en 1906. Gran admirador de la obra de Becker, Heidegger creía que en su retrato del poeta había anticipado lo que éste llegaría a ser en el futuro, pero aún no había manifestado en su obra.
Rilke por Paula Becker |
El Requiem fue escrito por Rilke entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre de 1908 en el hotel Biron de París a la memoria de su amiga, la pintora Paula Becker, fallecida un año antes al dar a luz a su primer hijo. Becker formó parte de la comunidad artística de Worspede y retrató a Rilke en 1906. Gran admirador de la obra de Becker, Heidegger creía que en su retrato del poeta había anticipado lo que éste llegaría a ser en el futuro, pero aún no había manifestado en su obra.
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Requiem (1908)
Para una amiga
Yo he tenido otros
muertos, y al irme de su lado
sentía la extrañeza de
verlos tan tranquilos,
tan pronto acomodados,
como en su propia casa,
en su esencia de muertos,
de modo tan distinto
a su fama. Tan sólo tú
vuelves hacia mí,
me rozas, giras, quieres
que algo, al chocar, resuene
y pueda traicionarte. No
me quites, te ruego,
lo que sólo aprendí
lentamente. Yo tengo
razón; tú te equivocas
cuando sientes nostalgia
por lo que te conmueve.
Nosotros lo cambiamos,
ya no está aquí, y hacemos
de nuestro propio ser
reflejo en el instante en
que lo descubrimos.
Te
creía más lejos. Me trastorna saber
que tú precisamente vengas a mí vagando,
quien cambió como nunca lo
hizo otra mujer.
No fue que al morir tú
sintiéramos espanto,
lo que sí nos afecta es
que tu brusca muerte
en tinieblas nos deja,
separando el futuro
del pasado; ordenar todo
esto ha de ser
el trabajo que habremos de
hacer con todo ahora.
Pero que tú te espantes a
ti misma, y que ahora
sientas espanto en donde
no cabe espanto alguno;
que de tu eternidad hayas
perdido un trozo
y vuelvas hacia aquí,
hacia aquí, amiga mía,
donde aún no está todo; que tú misma, en el Todo
dispersa por primera vez,
y partida, puedas
no entender el ascenso de
las naturalezas
infinitas, igual que aquí
todas las cosas;
que del círculo a ti, que
ya te ha recibido,
la muda gravedad de una
cierta inquietud
hacia el tiempo contado te
arrastre, por las noches
hace que me despierte como
si hubiera entrado
un ladrón en mi cuarto. Y
si decir pudiera
que te sientes tranquila,
que vienes por exceso
de magnanimidad, tan
segura de ti,
que marchas como un niño
sin miedo a los lugares
que pueden hacer daño:
pero no, tú suplicas.
Y esto, como una sierra, me
penetra en los huesos.
Un reproche cualquiera que
trajera tu espíritu,
que llegara hasta mí
cuando al llegar la noche
me encierro en mis entrañas,
mis pulmones, la cámara
más pobre de mi pobre
corazón, un reproche
semejante no fuera tan
cruel como lo es
tu súplica. ¿Qué pides? ¿Qué
querrías que hiciera?
¿Debo
salir de viaje? ¿Acaso abandonaste
en algún sitio algo que
sufre y que desea
volver a ti? ¿Deseas que
marche a algún lugar
que nunca conociste, pese
a serte tan próximo
como la otra mitad de
todos tus sentidos?
Yo
quiero navegar sobre sus ríos, quiero
desembarcar en tierra y
preguntar a todos
por sus viejas costumbres,
hablar con las mujeres
delante de la puerta de
sus casas y oírlas
llamando a sus chiquillos.
Quiero ver cómo cambian
con su duro trabajo el
aspecto de campos
y de prados; yo quiero
pedir que me conduzcan
delante de su rey, y
lograr con sobornos
que me pongan sus clérigos
delante de la estatua
más grande y que se vayan,
cerrando los portones
del templo. Pero luego,
cuando ya sepa mucho,
quiero a los animales mirar
sencillamente,
para que se deslice en mis
miembros un poco
de su cambio; yo quiero
existir brevemente
en sus ojos de forma que
me tengan y luego
me dejen lentamente, sin
juicio ni dictamen.
Y que los jardineros me
reciten el nombre
de las flores, de forma
que pueda con sus restos
extraer el resumen de más de cien olores.
Y quiero comprar frutos, todos cuantos la tierra
Y quiero comprar frutos, todos cuantos la tierra
produce, todos ellos,
hasta alcanzar el cielo.
Pues
tú sabías de esto: de los frutos, de todos.
Sabías colocarlos ante ti
en las bandejas,
y compensar su peso con
diversos colores.
Y veías también como
frutos los niños,
y también las mujeres,
impulsadas por dentro
hasta alcanzar la forma de
su propia existencia.
Y te viste por fin como un
fruto a ti misma,
saliste de tu ropa, te
pusiste desnuda
ante el espejo, entraste
en él y allí quedaste,
excepto tu mirada; que,
asombrada, no dijo:
ésa soy yo; no, dijo: es
eso. Y finalmente
desprovista de toda
curiosidad quedó
tu mirada, tan pobre y tan
desposeída,
que ni a ti codiciaba
siquiera: ya era santa.
Así
quiero tenerte, como tú en el espejo
quedaste, dentro de él y
lejos ya de todo.
¿Por qué razón me vienes
de forma tan distinta?
¿Y por qué te desmientes?
¿Por qué razón me quieres
convencer de que el ámbar que
rodea tu cuello
es aún más pesado que el
del cuadro en reposo
del más allá?; ¿por qué tu
actitud hacia mí
un mal presentimiento trae
consigo?; ¿a qué aspiras
dibujando el contorno de
tu cuerpo al igual
que en la palma las líneas
de la mano, de forma
que no pueda mirarlo sin
mirar el destino?
Acércate
a la luz de la vela, no temo
mirarles a los
muertos a la cara. Si vienen
es que tienen derecho a
aguantar la mirada
como las demás cosas. Ven
aquí junto a mí,
quedémonos un rato. ¿No
ves sobre mi mesa
de trabajo esa rosa? ¿No
cae la luz sobre ella
con el mismo temblor que
sobre ti? Tampoco
es éste su lugar. Ahí
fuera, en el jardín
debió quedarse, lejos de
mí o quizás marchita;
ahí sigue, sin embargo; ¿le
importa mi conciencia?
No
te asustes si ahora comprendo finalmente
que se eleva en mi ser; no
me es posible ya
dejar de comprenderlo,
aunque muera por ello.
Comprender que tú estás
ante mí. Lo comprendo.
Como un ciego comprende
algo que le rodea,
siento yo tu destino, sin
conocer su nombre.
Lamentemos, pues, juntos,
que alguien te haya sacado
de tu espejo. ¿Es que
puedes todavía llorar?
Ya no puedes. La fuerza y
apremio de tus lágrimas
transformaste en mirada ya
madura, dispuesta
a cambiar toda savia que
haya en ti en una fuerte
existencia que crece y gira,
en equilibrio
y a ciegas. Pero entonces
una casualidad,
la última posible, te
arrancó de ti misma,
y desde el más lejano
avance te arrastró
a este mundo de nuevo,
donde las savias quieren.
Te arrancaste un trozo, no
toda de una vez;
mas según aumentó día a
día ese trozo
su propia realidad, ésta
al fin tan pesada
se volvió que a ti entera
necesitaste; y luego
con esfuerzo en pedazos te
rompiste saliendo
de la ley porque te eras
necesaria a ti misma.
Entonces te excavaste, de
la tierra nocturna
del corazón caliente
extrajiste las verdes
semillas que debían hacer
brotar tu muerte.
Tuya, tu propia muerte
para tu propia vida.
Y tú te los comiste, los
granos de tu muerte,
como todos lo hacen, te
comiste sus granos,
y te quedó un regusto
dulce que no esperabas,
se endulzaron tus labios,
que ya eran dulces antes
en el propio interior de
todos los sentidos.
Déjanos
lamentarnos. ¿Sabes tú que tu sangre
retornó a tu llamada, a la
fuerza y sin ganas,
de un círculo cerrado sin
parangón alguno?,
¿que al torrente pequeño del
cuerpo retornó
turbada?, ¿que entró llena
de asombro y de recelo
de nuevo en la placenta y
sintió de repente
un inmenso cansancio tras
un viaje tan largo?
La empujaste, la hiciste
seguir hacia delante,
la arrastraste al hogar
como se hace a un rebaño
que va hacia el matadero;
y encima pretendías
que estuviera contenta. Y
al final lo lograste:
discurrió alegremente, se
entregó por completo.
Acostumbrada ya a medidas
distintas,
creíste que sería por un
rato tan sólo,
pero estabas ya ahora en
el tiempo, y el tiempo
es largo, el tiempo sigue
y aumenta; el tiempo es
como una recaída tras
larga enfermedad.
Qué
corta era tu vida, cuando la comparabas
con las horas aquellas en
que estabas sentada
y en silencio impulsabas las
fuerzas de tus muchos
futuros a ese nuevo
embrión que de nuevo
volvía a ser destino. ¡Oh,
labor! ¡Oh, labor
superior a tus fuerzas! La
hacías día a día,
te arrastrabas a ella y
extraías la trama
del telar, y empleabas de
otra forma los hilos.
Y al final aún tenías ánimos
para fiesta.
Como
ya estaba hecho, querías recompensa,
como el niño que acaba de
beber un té amargo
que podría curarle. Y lo
hacías tú misma,
pues estabas tan lejos de
todos los demás.
Incluso ahora; nadie podía
imaginar
qué premio te sería
preferible. Mas tú
lo sabías. Tú estabas
sentada en tu cunita,
delante de un espejo, que
te mostraba todo.
Pero todo eras tú, delante
por completo,
y dentro sólo había engaño
e ilusión,
el hermoso espejismo de la
mujer que gusta
de adornarse y hacerse un
peinado distinto.
Así
moriste tú, como antaño a menudo
lo hacían las mujeres; en
tu casa caldeada
padeciste la muerte de las
recién paridas
que querrían de nuevo
cerrarse, sin poderlo,
porque la oscuridad que
habían engendrado
volvía nuevamente, y
forzaba la entrada.
¿No
debieron buscar plañideras entonces?
¿Mujeres que se prestan a
llorar por dinero
y se pasan la noche dando
gritos de pena
y rompiendo el silencio? Son
costumbres. Ahora
no tenemos bastantes
costumbres. Todo pasa
mal contado. Tú debes
venir, muerta, y conmigo
recuperar las quejas. ¿No
escuchas mis lamentos?
Yo querría arrojar mi voz
como un pañuelo
encima de los trozos de tu
muerte, y tirar
hasta que se deshaga en
hilachos y todo
cuanto digo, andrajoso, en
ella debería
entrar y congelarse;
quedaría en lamento.
Ciertamente denuncio: pero
no lo hago a aquel
que supo retirarte de ti
misma (no puedo
encontrarle, es igual que
todos los demás),
sino al hombre: denuncio
en él a todo el resto.
Cuando
en alguna parte se eleva en mí la esencia
de un niño que aún no puedo
conocer, quizás incluso
de mi propia niñez la
esencia más genuina,
no quiero saber nada. Sin
mirarlo yo quiero
hacer un ángel de ella, y
ponerlo en la fila
primera de los ángeles que
gritan y recuerdan
a Dios. Pues esta pena
dura ya tanto tiempo
sin que nadie lo pueda
evitar; tan difícil
nos resulta a nosotros el
confuso dolor
del falso amor que toma
prescripción por costumbre
y se llama justicia,
creciendo en la injusticia.
¿Donde se encuentra un
hombre con derecho a tener
posesión? ¿Cómo puede
poseerse una cosa
que nunca permanece, que
se agarra de vez
en cuando felizmente, y se
arroja a sí misma
de nuevo como un niño que
juega a la pelota?
Tan poco como puede un
capitán fijar
la Niké a la proa del
barco, si la frívola
esencia de la diosa de
repente la arranca
con el brillante viento de
la mar encrespada.
No más puede cualquiera de
nosotros llamar
a la mujer que nunca ha de
vernos de nuevo,
y se va en una estrecha
cinta de su destino,
sin accidente alguno, como
por un milagro:
el
oficio y el ansia tendría de la culpa.
Pues
esto sí que es culpa, si es que
existe la culpa:
no aumentar de un amor la
libertad por cima
de cuantas libertades uno
lleva consigo.
Cuando amamos tenemos sólo
eso: dejarnos
libres, pues sujetarnos es
demasiado fácil
y no hay necesidad de
aprender cómo hacerlo.
¿Sigues
ahí? Contesta. ¿En qué rincón te encuentras?
Tanto has sabido tú de
todo que te fuiste
abierta como un día que
empieza a amanecer.
Las mujeres padecen: amar
es estar solo,
y a veces los artistas sienten
en su trabajo
que deben transformarlas
en el sitio en que aman.
Tú empezaste ambas cosas;
ambas están en eso
que deforma la fama que te
arrastra. Tú estabas
lejos de toda fama. Tú
eras invisible;
cogiste suavemente tu
belleza al igual
que en una gris mañana de
un día laborable
se arría una bandera, como
un largo trabajo
que aún no ha sido hecho;
pese a todo, aún no.
Si
estás aún ahí, si queda aún algún sitio
en esta oscuridad, en el
que resonar
pueda sobre las ondas
sonoras tu sensible
espíritu, y que agita en
la noche una voz
aislada, en la corriente
de una elevada estancia,
escucha: ayúdame. Ves que
nos deslizamos,
sin que sepamos cuándo,
desde nuestro progreso
en algo que nosotros no
intentamos: allí,
como si fuera un sueño,
quedamos enredados
y morimos allí sin haber
despertado.
Nadie va más allá. A todo
el que levanta
su sangre en un trabajo de
larga duración
le puede suceder que no
consiga alzarla
por más tiempo, y ya
inútil, descienda por su peso.
Pues hay en algún sitio
una animosidad
antigua entre la vida y
nuestro gran trabajo.
Ojalá yo la vea y ella me
diga: ayúdame.
No
regreses. Si puedes, sé un muerto como todos.
Siempre están ocupados.
Pero sí, ayúdame,
sin que eso te distraiga,
como a veces también
me ayuda lo que está más
lejos de mí mismo.
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[Ir a la versión en alemán]
FELIPE R. AYUSO (Madrid, 1932) trabajó como médico para la OMS en África, se especializó en anatomía patológica en Alemania y regresó finalmente a España. Ha compaginado la medicina con la traducción.