David Casassas / Boreal Invierno Austral
Los poemas de David Casassas (Barcelona, 1975) resuenan como canciones ocultas en algún lugar de la infancia. Su ritmo fuertemente marcado y su rima de resonancias arromanzadas anestesian el entendimiento mecánico: atentos al sonido de las palabras, olvidamos su sentido inmediato y queda un poso de imágenes sueltas, pero concisas, como si Jorge Guillén se hubiese contagiado de Lorca.
Hay en sus poemas un cierto surrealismo no exento de desafíos -«a ver si se atreve el
viento»- y su sensibilidad verbal es prelógica, de un modo sólo formalmente
emparentado con las vanguardias históricas. El discurso se quiebra en sonidos y sentidos aparentemente inconexos que dejan
flotando imágenes en el espacio, la emanación de algo terrible que acecha a la
vuelta de la esquina. Sin embargo, su sujeto, plural y dúctil, nos
habla «desde el más acá», ya que en medio de este rito ineluctable
hay un intento por comprender lo particular en sí
mismo hasta su más íntimo detalle.
Su yo afirma exultante «jo deliro» y propone un orden distinto y cambiante de la
experiencia inmediata que, en su hipnótica repetición formal y sonora, da acceso a
un mundo que termina por cerrarse sobre sí mismo como un solitario cuerpo de
mármol -«solitari cos de marbre»- subiendo y bajando entre los escombros.
Los poemas que
publicamos a continuación pertenecen a su libro Boreal Invierno Austral (2016) y a su libro inédito China. Al final de la selección aparece la versión en español de los poemas en catalán.
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[De Boreal Invierno Austral]
Rugoso, rojo y quebrado,
grito viejo como el
miedo,
el mundo constante asoma
las mismas formas,
el mismo crecimiento.
A ver si se atreve el
viento.
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Em despenjo casa avall,
del cinquè a la planta baixa,
arrapat al tens cordam
de les mantes i els mitjons
i faldilles groc Suècia
i llençols i pantalons
i botons i trossets d’aire.
Em despenjo travessat
pel filferro que destil·la,
que estén hores i colors,
que cargola el cop de vent
que remunta la muntanya,
barri amunt, teula rosada.
Em despenjo metrallat,
cadenant la roba estesa
del meu viure, el somniar
del vell mico africà
temorós al cim de l’arbre,
temorós d’anar de morros
a la pols de la sabana.
I després tornar a pujar:
ja no sé quan pujo o baixo
–sóc al mig del sol objecte–.
I després tornar a tornar,
pell amunt, arran de terra,
arrissat damunt la por
paridora i africana
de les ganes sobiranes
de pujar i després baixar,
i a l’ampit del teu balcó,
fer de tot la cosa sola.
Em despenjo.
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De rateros, caníbales, salvajes,
sentinas de hurto y bandidaje:
yo aquí quedo, yo aquí
muero, yo aquí paro,
charca en que caigo y
lento me deshago.
Des-soy en luz de ojo
parejo,
mirada perdida de
asesino:
sicario común al que me
ato,
lodo nuestro que da abrigo,
me tiende la consunción
constante
y doy muerte al frío que
aparta al destierro,
aire al cuerpo que, en
forma ya desnuda,
nos nace azules,
transparentes al despojo.
Bandidos, caníbales,
salvajes,
papamos moscas,
vimos ya mares y mares.
Nada nuevo en la vieja
sentina:
las mismas albercas, los
mismos objetos,
la misma cualidad de
estar ahí quietos,
día que se abre y
persevera y mundo nace.
Tendidos en la
consunción constante,
fuimos lodo listo ya
para el olvido.
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Eleva la luna creciente
el lecho del río
a las horas más quietas.
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Membrana, temps embolcall,
ossos serp, caliginosos;
pell translúcida, la sort:
assenyala’m el teu cos.
Assenyala’m el teu món:
fraseig blanc, matèria còrnia;
assenyala’m els contorns,
les posicions de les coses.
Terra endins, foc al camí,
fulles d’arbres es transformen.
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Era un badén consumido,
un paso cortado del
agua;
cuesta arriba, día
invierno:
eran troncos verticales.
Ríos del mar, mar
letargo,
eran fluidos de
insectos,
latencia de cuerpos,
granada:
eran días, carne
elástica.
Tibios los pies, la
medusa
fue un resoplido
perpetuo
de animal parasitado:
camaleón prehistórico,
bestia solar, pez
exhausto,
era un oscuro vaivén.
Cuesta arriba, mar
adentro,
arrojamos al vacío
cuanto llevábamos
puesto.
De acuerdo a las leyes
del cambio.
___
Y sumimos al vuelo
párpados y pestañas,
que sacudimos al aire.
Y en barrancos y olmedos
echamos a andar,
ligeros, menudos,
en cantos rodados,
en mantos de hojas
ardientes, punzantes,
que, protones atrás,
oxígeno puro,
dejó, rojo, el otoño.
[De China, inédito]
[De China, inédito]
Cuando descubrimos China fue una calma contenida. El
pez yacía al ritmo del bote. El gordo. Sólo abrió un ojo. Nos miró perezoso,
alzando con esfuerzo el párpado sellado en el cristal de la sal, sin dejar de
apuntar con el morro al horizonte. El gordo bebía. Nunca dejó de beber. Nos
esforzamos en saber la lejanía china y el peligro de las escamas como ojos, el
peligro de las escamas que plateaban el mar con su mirada del filo del
cuchillo, que magullaban la quilla y herían nuestros pies negros. El bote aullaba.
Nos esforzamos en saber el pez, que bebía a sorbos el mundo teñido de China,
engullendo a medida que seguía nuestro viaje tendido sobre la sombra del bote
en el fondo del mar. Gordo, inmensamente advertido de los trayectos, leyó
nuestra ruta y envuelto en la corriente se resignó a los sorbos. Y lo olvidó
todo. Olvidó que sabíamos, que sabíamos que el mundo era ahora China, China por
todas partes, un mar china. China en las olas, China en los ojos, China en las
manos y en los nudos, China en la sal, China en el horizonte. El gordo olvidó y
descansó a la sombra nuestra, inmensamente bobo, inmensamente muerto. Y bebió
el camino recorrido y la ruta leída en la arena ensombrecida del fondo. La ruta
leída en nuestros rostros aferrados al mástil, encordados piadosamente en el
zurcido del mar, que nos observaba solo. No había espacio entre rostro y
rostro, revueltos como estaban en el curso imparable de las aguas, de las ramas
y los hierros y las rocas. Así descubrimos China. Y el sol iluminó el mundo
cálido, que penetró en nosotros lentamente, en constante goteo, a través de
nuestros ojos de almendra, que sostenían, cada vez más sosegados, vencido el
temor, con creciente denuedo, aquel pelo lacio nuestro.
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«Massa mar. N’hem vist tanta. No havíem entès la gran massa d’aigua. La foscor i el perill de la mar,
que fa fred i pietat. I ens hi deixem
atrapar, i som ala mortalla. I morim sobre la sorra, i les formigues ens
devoren.
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Deshechos, despedazados, de siempre muertos,
lanzamos la mirada al mundo tenso. «Perdimos la mirada», dijeron. Despedazados
y sin embargo en la tarde china conscientes de la continuidad de nuestros
miembros. Un hálito que, como la cuerda podrida de la nave, como las antenas
sensibles de los gasterópodos, al soplarlo iba a estirar las piezas y a erguir
de nuevo el cuerpo. Despedazados en la playa. Despedazados y sin embargo en la
tarde china conscientes de la obstinada unidad de nuestro tiempo. Era una
fuerza incrustada en la espalda, una punzada hiriente, un dolor denso. «Luego
te querré todos los granos de arena de tu cuerpo liso y blanco», dijeron. Y de
ahí la necesidad. Porque el soplo puso de manifiesto las cuevas, las aperturas.
Y allá estábamos nosotros, erguidos ante ellas, con el puñal en la espalda
vertiendo un reguero de óxido que se perdía entre las nalgas. Imposible
negarlo. «Dame la mano». Así que nos levantamos, y exhaustos, sin fuerzas,
inertes, con las cuencas de los ojos escarpadas, ya vacías, miramos la lejanía
china. Y el mar dio un espasmo, se encogió y se estiró como las antenas de los
gasterópodos, se dolió de nuestro aguijonazo que lo penetraba hasta la humedad
de su carne. Y ese movimiento nos hizo ligeros, nos hizo gravitar sin caernos,
nos hizo vivir aun estando muertos. Porque se podía respirar. Porque el aire
nos atravesaba como atravesaba el mundo por las aperturas de sus formas, por
los túneles de la materia, en la bocana del puerto viejo, en las piedras que
transporta el viento, en el movimiento inacabado de las anémonas.
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David Casassas Marqués (Barcelona, 1975). Profesor de ciencias sociales y filosofía política en la Universidad de Barcelona. Ha publicado poemas en diversas revistas y plaquettes. Boreal Invierno Austral (Animal Sospechoso Editor, Barcelona, 2016) es el primer poemario que publica.
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[Versión en español de los poemas en catalán]
Me descuelgo casa abajo
del quinto a la planta
baja,
aferrado al tenso cabo
de las mantas y cordones
y amarillas faldas
Suecia
y sábanas y pantalones
y botones y trozos de
aire.
Me descuelgo atravesado
por el espino que
destila,
que extiende horas y
colores,
que caracola la ventada
que remonta la montaña,
barrio arriba, teja
rosácea.
Me descuelgo
ametrallado,
cadeneando la ropa seca
de mi vivir, el soñar
del viejo simio africano
temeroso en árbol alto,
temeroso de ir de bruces
al polvo de la sabana.
Y después volver a
subir:
ya no sé si subo o bajo
-estoy en el solo
objeto-.
Y después volver a
volver,
piel arriba, a ras de
suelo,
enroscado sobre el ansia
paridora y africana
de las ganas soberanas
de subir y después
bajar,
y en el alféizar de tu
balcón,
hacer de todo la cosa
sola.
Me descuelgo.
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Membrana, tiempo envoltorio,
huesos aire, calinosos;
piel traslúcida, la
suerte:
señálame tu cuerpo.
Señálame tu mundo:
fraseo blanco, materia
córnea;
señálame los contornos,
la posición de las
cosas.
Tierra adentro, con el fuego,
hojas de árbol se transforman.
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«Demasiado mar. Hemos visto tanto. No habíamos
comprendido la gran masa de agua. La oscuridad y el peligro del mar, que da
miedo y piedad». «Y en él nos dejamos atrapar, y somos ala mortaja». «Y morimos
sobre la arena, y las hormigas nos devoran».