Retóricas del tiempo / Teresa Shaw
La poesía de occidente nace de la conciencia del devenir. El poeta occidental, como la Dánae de Hölderlin, «va contando las horas» que le separan de lo que ha perdido.[1] El sentimiento de dolor por el paso del tiempo ha llevado a los poetas a buscar a través del poema distintas formas de permanencia.
Pero lo que quiero ilustrar brevemente es de qué manera condiciona la percepción del tiempo en los poetas de una y otra orilla de nuestra lengua el hecho de sentirse o no pertenecientes a una determinada tradición.
Muchos escritores han vivido de forma angustiosa la necesidad de insertarse en ella. Como si otra cosa fuera posible, no comprenden que incluso la marginalidad, desde su lado oscuro, ignorado, sigue estando –valga la redundancia- dentro de sus márgenes. Y todos sabemos también que aún para rechazarla, necesariamente se la ha de tener en cuenta. Las vanguardias históricas hicieron del cambio, de la ruptura, una condición crónica del arte y disolvieron así toda posibilidad de eludir la retórica contra la que se alzaban. Algo similar le sucede a la modernidad cuando, después del romanticismo, ha querido negar tanto el yo como la idea de lo eterno en el poema. El yo, incluso el más biográfico, parece colarse nuevamente en gran parte de la poesía contemporánea y la eternidad se hace visible detrás de lo fragmentario, que no puede sustentarse sino en la idea de una totalidad destruida, una unidad desgajada, desmembrada. El fragmentarismo contemporáneo es la retórica de una nostalgia.
Tanto el extrañamiento como la conciencia de pertenencia han desarrollado determinados tópicos entre los poetas contemporáneos. Tópicos o recursos literarios que se apoyan en una perspectiva temporal que aparece ligada además, en los casos a los que haré referencia, al espacio de la ciudad.
El primero de estos recursos ha sido analizado por el poeta y crítico español Carlos Bousoño, de modo que utilizaré su terminología. Se trata de la «superposición temporal». Sobre todo me interesa aquella en que tiempo pasado y presente se dan como simultáneos, pues lo hallamos en poetas con una fuerte conciencia de pertenencia a una tradición.
Es el caso del poeta sevillano Fernando Ortiz en cuya obra encontramos, a través de alusiones implícitas y explícitas a escritores contemporáneos o lejanos en el tiempo, ecos de toda la tradición andaluza. Por ejemplo, la convivencia de distintas épocas y figuras como las del poeta barroco Juan de Arguijo, Bécquer y Cernuda en un mismo poema, compartiendo un presente que escapa a toda cronología. El propio autor lo explicita en la nota que escribe al final de uno de sus libros, Personae: «me sería grato imaginar a un posible lector que, al igual que yo, se demorase con gusto escuchando las pisadas que resuenan en estos poemas: ¿Arguijo, Medrano, Bécquer, Juan Ramón, Machado, Cernuda?»
El pensamiento y las voces de poetas que le precedieron forman la tradición viva tanto de una lengua como de una sensibilidad que construye y habita la ciudad andaluza. No se trata del recuerdo de quienes por ella transitaron antes, sino de una memoria que se constituye como experiencia presente. Esta intemporalidad de la tradición es lo que, según Eliot, quien tanto ha influido en la poesía contemporánea, también en la española, hace a un poeta tradicional al mismo tiempo que lo vuelve más agudamente consciente del lugar que ocupa en el tiempo, su contemporaneidad.
Revelador en el sentido de una conciencia de pertenencia es el poema «23 de febrero», del primer libro de Ortiz.[2] En sus versos el escritor reproduce el momento trágico en la vida del poeta Blanco White[3] cuando parte del puerto de Cádiz hacia Inglaterra de donde no regresará jamás. En ellos Ortiz asume la experiencia y la mirada de Blanco:
Si miro al mar veo sólo mi presente inestable
precario, tornadizo, al igual que las aguas
que el «Lord Howard» remueve y aparta con su quilla
-como el tiempo pasado la espuma se disuelve
mientras el barco sigue su seguro camino-.
Mas levanto mis ojos y un viento ajeno y libre
despeina mis cabellos, acaricia mi cara,
templando mi inquietud ante el vasto horizonte.
En estos versos la experiencia, la mirada y la voz de Blanco White son asumidas por el poeta Ortiz en un presente que, en realidad, pertenece al autor contemporáneo. Es el poeta que escribe ahora quien ve cómo el «tiempo pasado» «se disuelve» en un «presente inestable». Es el presente de Ortiz, el mismo que el de White contemplado desde la perspectiva de lo intemporal, que sigue su «seguro camino», el que le conduce hacia el «vasto horizonte» de una tradición secular. Aquí el tiempo es certeza de una identidad, de un sentido del transcurrir que «templa» cualquier inquietud producida por la fugacidad.
Otro recurso frecuente, la evocación de la infancia como tiempo mítico, es también una forma de reconocimiento e identidad en el devenir. La perspectiva es en este caso la del pasado como presente de la memoria. En la ciudad el poeta reconoce las huellas de ese ser que permanece en la transformación e incluso en la decadencia:
El puente roto de la vida.
Puente de tablas carcomidas
que unía Sevilla con Triana
y hoy nuestros sueños y el pasado.[4]
Decadencia y origen pertenecen a una misma conciencia, a un mismo sueño que percibe en el transcurrir la permanencia. Se trata del fuerte sentimiento identitario de quien se sabe siempre y a pesar de todo uno mismo. Por pertenecer a la misma tradición de Ortiz, recojo aquí unos versos de su coetáneo, Antonio Baena, significativos en lo que esta emoción del tiempo ligada al hecho mismo de la escritura nos revela. El poema al que pertenecen se titula «Albanio» y está dedicado, dentro de esta misma afirmación de una tradición, a Cernuda:
Irreal es tu paso por la arena
y el futuro es ahora.
Dispón el libro, la transitoria sombra,
ordena aquel verano,
rellena el cuestionario, letra clara, mayúsculas,
a ser posible a máquina,
antes que el tiempo se acabe.[5]
Son los versos que cierran el poema y en ellos, además del deseo recurrente en los poetas del siglo XX de salvar la experiencia en la memoria, apresar el momento en la escritura, destaca otra actitud frente a la temporalidad: es necesario «ordenar» el tiempo. En esa intención participa otra voluntad que va más allá del retener el momento fugaz. Ordenar es dar sentido, hacer coincidir la experiencia personal con un horizonte. Tal vez ese «vasto horizonte» que habíamos encontrado en el poema que su coetáneo dedicara a Blanco White. El tiempo de la tradición es un tiempo «ordenado» que apunta a un fin inalcanzable porque siempre está más allá de nuestro presente, pero visible, distinguible en la lejanía como una perspectiva de eternidad. Sólo en la ilusión de la identidad permanecemos. Sólo en la ilusión de la identidad unida a la tradición cobra sentido también el pasado que nos es ajeno. La tradición es el inmenso mar que nos rodea, en el que nos encontramos ya embarcados hacia un horizonte que siempre mantendrá su cualidad de direccionalidad y expectativa.
Un tercer recurso basa el reconocimiento de la identidad en la diferencia. Es el que se da en el poeta desarraigado de su lugar de origen. Una circunstancia concreta, vivencial, como la de la lejanía de su tierra, su cultura y la peculiar entonación rítmica de su lengua, permite al escritor argentino radicado en Barcelona, Edgardo Dobry, reconocer en un doble extrañamiento su tradición. A partir de la memoria, el poeta se traslada a un espacio-tiempo que no se diferenciaría en lo esencial del que encontramos en Baena o en Ortiz: la mítica de una infancia y una ciudad, la presencia de otras voces y lecturas configurando el tejido cultural y referencial de una tradición. Lo nuevo en Dobry es la ruptura, su ser argentino «ya no fluye de una manera natural, inconsciente».[6] El horizonte de Dobry se invierte, no porque escriba desde la otra orilla, pues no habría sido lo mismo si, como Blanco White, hubiera emigrado a Inglaterra. Su extrañamiento lingüístico es mucho más fuerte cuando, al utilizar y escuchar su propia lengua, su lengua materna, la reconoce como otra. Este extrañamiento despierta en el poeta la conciencia de que todo tiempo es una construcción del lenguaje, que su «aquí» barcelonés es el «acá» de la memoria y que su identidad ya no esta en el «aquí» ni en el «acá», sino en el hiato que se produce entre estos dos adverbios que aún compartiendo significado se pronuncian y connotan realidades tan distintas.[7] El mar, metáfora de eternidad en la continuidad, con su horizonte lejano pero siempre en una misma dirección, es ahora un mar acotado por dos espacios, el tiempo un transcurrir del aquí al allí que tal vez ha sido una constante en la cultura hispanoamericana.
El cuarto recurso al que me referiré se coloca en la perspectiva del futuro y ve en la realidad del acontecer histórico y universal, tanto como la del propio yo, una ruina del tiempo. Pues desde la perspectiva del futuro, todo ha ocurrido ya.
Es lo que encontramos en el poeta montevideano exiliado en San Pablo, Alfredo Fressia, quien vive no sólo entre dos ciudades, también entre dos lenguas. Su lejanía de la patria no le hace más consciente de una identidad, de una pertenencia a través de la memoria, que le permita, gracias al extrañamiento, la afirmación del yo como en Dobry. En sus versos no hay un horizonte en el sentido de una dirección y una presencia: todo orden es una ilusión. La pérdida de la tierra, del origen, implica la pérdida tanto de la posibilidad de la visión como de la memoria. Una memoria entendida, a través de Ortiz y de Baena, como la continuidad temporal ordenada en la perspectiva del horizonte eterno de una tradición, una estética reforzada por el tiempo y el espacio de una ciudad.
«Había un lugar, yo conocía / un lugar, había, era infinito», leemos en unos versos de su poema «Nada, la vida».[8] Este infinito, al contrario que la eternidad, ya no es continuidad en el reconocimiento de un universo. El infinito de Fressia es el «hoy» que arrancado de su ayer y su mañana no es tiempo alguno que pueda ordenarse, lo llama convencionalmente «hoy» para designar una temporalidad que es sólo conciencia. Pues el tiempo, el lugar y el yo quedan convertidos en imágenes de una nada que alcanza en el destierro su metáfora:
El infinito es hoy, es indecible,
obsceno, es hoy, no es nada
[...]
hoy, no es nada, es un lugar,
un destierro, nada.
[...]
será el destierro, el nada,
el sin lugar, verá, conocerá
el destierro, sin memoria, el nada.
obsceno, es hoy, no es nada
[...]
hoy, no es nada, es un lugar,
un destierro, nada.
[...]
será el destierro, el nada,
el sin lugar, verá, conocerá
el destierro, sin memoria, el nada.
Este hoy, infinito sin fronteras físicas ni espirituales; este hoy sin horizonte es la conciencia permanente y caótica de la existencia. En el libro Eclipse hay un poema que niega el tiempo como un acontecer ordenado y que se titula irónicamente «Lección de historia».[9] Comienza el primer verso: «Llegamos juntos los vivos y los muertos» (...). Se trata de una concepción cósmica del tiempo y, desde esa perspectiva, la relación del acontecer es azarosa. En el poema concurren simultáneamente hechos y personajes históricos, figuras literarias, desde Isidoro Ducasse a Empédocles, Nostradamus y Margarita de Angulema, la noche montevideana y la noche oscura del alma, el libro de horas, las cartas del tarot y el collar de la paloma... Aquí no hay jerarquías, las relaciones son fortuitas, puramente lingüísticas y la voz que hila el acontecer no es la perspectiva privilegiada de un sujeto lírico sino una personificación de esa nada que afirma: «Yo soy el más joven de los muertos...».
En uno de sus poemarios titulado significativamente El futuro, que se editó por primera vez de forma bilingüe en Lisboa, hay un poema, «Teorema», donde se explicita esta imagen del futuro como única realidad y sus consecuencias en relación al espacio de la ciudad:
Entendámonos. Visto que el presente es el futuro del pasado (así: P=F/P´), y considerando que el futuro también es futuro del pasado (F=F/P´), se concluye que Presente = Futuro, lo que no demuestra absolutamente nada fuera de Montevideo.[10]
La ciudad natal ya no es para el poeta un paisaje, unas calles reconocibles en el devenir. Montevideo es sólo la cifra del teorema temporal, un nombre para designar la nada como afirma un verso de otro poema, «Ciudad»[11], donde justamente lo que se oculta es el nombre puesto que tanto su significante como su significado están vacíos:
y me dieron un nombre para sostenerlo todo.
El nombre que no se pronuncia es el de la ciudad, Montevideo, la cifra que designa ese espacio tiempo donde el mundo, el yo y el transcurrir son creaciones del lenguaje: «En mi boca está la base de lo perecedero» –dice a continuación -. Y el poema acaba con los versos siguientes: «Mis ostras renacen / sin voluntad ni sino / y desde mi piedra / es la eternidad quien me desnuda.»
Si lo perecedero está en el lenguaje, en el nombrar, el poema apunta a una eternidad muy distinta a la que se percibe desde el vasto mar y su horizonte. Pues no se trata de un tiempo posible, buscado y construido, sino de una temporalidad marcada por la indeterminación y el azar. La desnudez en que se manifiestan la vida y la muerte contempladas no como principio y fin de un transcurrir, sino en la perspectiva de una eternidad ajena a la memoria y al olvido; una eternidad que es tan sólo destierro, frontera.
No pasará desapercibida la tensión tan diferente que se establece con la tradición entre los poetas españoles y los hispanos. Tensión que está en el origen mismo de la independencia cultural hispanoamericana que representó o significó Darío. Insertarse en ella o romper con una tradición ha sido siempre una cuestión de asimilar, aceptándolo o rechazándolo, un ritmo. Esa fue la liberación que en la poesía latinoamericana propició Rubén Darío. Pues su renovación no se fundamentó tanto en la asimilación de las corrientes francesas del momento, en las sinestesias de los adjetivos ni en el posible exotismo de los ambientes dieciochescos o de los temas indigenistas americanos. La innovación de Darío fue una concepción completamente diferente de la prosodia castellana con la que tensó las cuerdas de la lengua a la que arrancó una nueva tonalidad. El anquilosamiento de esa misma lengua era producto de una concepción del ritmo basada puramente en la cantidad, en el cómputo silábico de los versos. Darío partió del concepto de cualidad al reconocer lo que no se consideraba posible en el castellano, la presencia de sílabas largas y breves. Recurrió, para la transformación del verso castellano, a la prosodia clásica como los poetas del siglo de oro recurrieron a la sintaxis latina para su renovación poética, e hizo que el verso de nuestra lengua fluyera en ritmos anfíbracos, trocaicos o anapestos de una forma que resultó connatural al idioma.
Darío representa la conciencia del ritmo como tiempo que fluye y transforma en armonía con el universo, que es el espíritu y la materia de la lengua que lo interpreta. Profundizando en la misma lengua castellana, en sus posibilidades, el poeta encuentra su identidad diferenciada, crea una nueva tradición dentro de la antigua tradición anquilosada, se independiza, pero enraizando en ella.
La conciencia de existir en una tradición que es a la vez familiar y extraña ha sido, probablemente, la condición más permanente de la cultura hispanoamericana. Quizás de ello proviene la importancia que dan los poetas de la América hispana a la destrucción retórica, su necesidad de trastocar el lenguaje en la sintaxis y en el léxico, en el ritmo y su sonoridad para hacerlo propio –pienso en Darío, pero también en Vallejo, Lezama y tantos otros-.
Por último, me gustaría apuntar que, si lo temporal se manifiesta en el ritmo de una lengua, asimismo, en la propia condición del lenguaje, que establece una separación entre palabra y significado, palabra y realidad que nombra, existe un espacio que desvela otra naturaleza del tiempo. Entre el sonido y su aprehensión por la mente, entre el sonido y su traducción mental o emocional se produce un vacío, una apertura hacia el significado. Esa apertura, ese intervalo, esa nada, constituye el tiempo desde una perspectiva que no es la de la duración y que podríamos considerar el origen de todo decir. Origen que, al ser sólo una apertura, una posibilidad creada por el propio acto de la escritura, representa una temporalidad anterior a cualquier dirección del tiempo, a toda teleología. El propio poema, al hacerse posible, niega esa nada, inventando su tradición cada vez. Resulta entonces paradójico pensar que la tradición, que no es sino la historia de una cultura, aunque sea una historia entendida no cronológicamente, crece, al contrario de lo que se cree, en el olvido del origen.
[1]
«El devenir y la poesía» en Escritos críticos (1953-1978, Visor 1999). Comenta
Paul De Man cómo Hölderlin queriendo hacer accesible Sófocles a la lectura
moderna, traduce en la tragedia de Antígona el nombre de Zeus por «padre
del tiempo». Así en el mito de Dánae, quien es encargada de vigilar el
crecimiento del infante Zeus, Hölderlin traduce el pasaje diciendo que la diosa
«va contando las horas».
[2] Primera
despedida (1978)
[3]
Blanco White (Sevilla 1775- Liverpool 1841). Hijo del vicecónsul inglés,
Guillermo Blanco (White). Su ideología liberal le llevó en 1810 a exiliarse en
Inglaterra.
[4]
Del poema «Imágenes». La obra completa de Ortiz hasta 1993 se encuentra en la
recopilación Vieja Amiga (1975-1993). La Veleta, Granada 1994.
[5]
«Albanio», poema recogido en Las ínsulas extrañas. Antología de la poesía
española (1950-2000), Galaxia Gutemberg, Barcelona 2002, pp. 403.
[6]
Valentina Litvan, «La argentinidad en Edgardo Dobry: fatalidad y máscara» en Poesía
argentina contemporánea. Tradiciones, rupturas y derivas, Actas del
coloquio internacional dirigido por Sergio Delgado, Université de Bretagne-Sud,
Lorient, Francia, noviembre de 2006 (en proceso de edición).
[7]
Sobre el extrañamiento lingüístico en Dobry ver el artículo de Valentina Litvan
antes citado.
[8]
Eclipse, cierta poesía 1973-2003, civiles iletrados, Montevideo 2003,
pp.45.
[9]
Ibíd.,pp. 119
[10]
Ibíd., pp.87
[11]
Ibíd., pp.33
________________________
TERESA SHAW (Montevideo, 1951) es autora de los libros de poesía Destiempo (Barcelona, 2003) y El lugar que contemplas (Barcelona, 2009). Ha traducido la poesía de Frieda Hughes (Wooroloo, Barcelona, 2002), hija de Sylvia Plath y Ted Hughes.