domingo, 15 de septiembre de 2019

Charles Baudelaire y la poesía moderna / Alberto Silva



                                                                    

Nadar                                                         Charles Baudelaire






























La obra poética y crítica de Baudelaire[i] esculpe con minucia la imagen de lo que el poeta francés considera un artista moderno. Artista en sentido nietzscheano, moderno en la acepción que él acuña. Propongo algunas características cruciales del modelo humano que su poesía sostiene.

Si quiere plasmar el prototipo dibujado, un poeta que se pretende «artista moderno» se pregunta lo menos posible por lo exterior, o desde dónde soplan los vientos. Recordando a Ray Bradbury, no atiende a «los aires del mercado y la vanguardia»[ii]. Estos aires malsanos constituyen de por sí un peligro, que al escritor llega de formas diversificadas.

Peligro de buscar para sí una voz que suene como le place al tiempo en que escribe. ¡Qué difícil es no fantasear, formar parte de una escuela! Cabe preguntarse: ¿y si la noción de escuela fuera prurito de una crítica deseosa de explicar la procesión después que esta ha pasado? La idea de un grupo de adscripción exacerba la necesidad de pertenencia de poetas temerosos de caer en las tinieblas exteriores del ostracismo. ¡Cuántos ficharon por el surrealismo, la poesía social o el objetivismo sin tener claro quiénes eran y cuáles sus posibilidades expresivas!

Peligro de transformar su decir en un sistema que cierra perfectamente. Dado que al público, o a la crítica, les gusta achacar a los poetas su incoherencia (entendida como debilidad, ausencia de voz propia), a veces estos se obsesionan por lograr en sus escritos la máxima uniformidad temática y sonora. Con los debidos respetos, la insistencia de Roberto Juarroz en su «poesía vertical» convoca una crítica de tal tipo: ¿no lo empuja esa opción al monotema y al formalismo expresivo? Hay quienes leen con aprensión la poesía de Sylvia Plath o Paul Celan si la entienden como dique contra el vendaval de la locura suicida.

Peligro de conformarse con docilidad al saber socialmente aceptado, buscando a toda costa el beneplácito ajeno. A menudo los poetas necesitan escuchar la voz de los críticos (no sólo los benévolos), incluso más que la propia. Los críticos pueden acertar, pero también exagerar, la presunción autobiográfica y no entender la compleja relación que se teje entre escritor y personaje: a veces, si este es alguien que viaja, lo leen como si el escriba protagonizara la acción. También ocurre que el crítico explica mal al público el contexto de un tema o dimensión abordados por el escritor, por ejemplo cuando el comentarista transforma los escarceos espirituales del poeta en ejercicios religiosos.

Un poeta que aspira al título de moderno (que nadie sino él discierne) debería preguntarse con Baudelaire hacia dónde lo lleva su impulso interior[iii]. ¿A identificarse con su obra, transformándose completamente en parte de ella? Entonces, para él, ser autor equivaldría a formar un todo compacto con lo producido, ignorándose como simple agente o catalizador de lo que ocurre. ¿O más bien quiere sentirse convincente por el hecho de adoptar lo que denominan «distanciamiento irónico» respecto de su obra? Olvida, en este nuevo caso, que su obra sólo circunstancialmente forma parte del mundo, de su mundo. ¿O quizá, finalmente, como sugiere Baudelaire, aspira a convertirse en «un hombre singular», buscador de «una singularidad tan poderosa y decidida que se basta a sí misma y ni siquiera busca la aprobación»?[iv]

Seguir el ritmo interior constituye una operación eminentemente activa: lleva a tomar una posición determinada. La primera postura resulta tentadora: produce con facilidad poetas heroicos. La heroicidad puede ser estética, como en el caso de John Keats, política, como en Nazim Hikmet, o melodramática en Alejandra Pizarnik. La segunda postura es respuesta pendular a la anterior: produce poetas desencantados. De un desencanto educado y metódico, como el de Jorge Aulicino, metafísico, como el agnóstico Jaime Gil de Biedma, y hasta cínico en lo personal, según se esfuerzan en parecer Catulo o Nicanor Parra. El tercer camino lo emprende quien convierte su fracaso relativo (no acaba de encontrar lo que busca) en material de construcción de su propio mito. Es el camino del «optimismo trágico» de Pierre Bourdieu; es la estética del instante, perennemente coronado y depuesto, propia de Yves Bonnefoy.

Las dos primeras posturas apuestan por elaborar un sistema de referencias limitado a la percepción o conciencia que cada poeta tiene de sí mismo. Cuando consideran que lo han establecido optan por callarse (es lo que sucedió a Gil de Biedma más de 10 años antes de su muerte), o deberían haberlo hecho (es lo que muchos le hubieran deseado a Pablo Neruda a partir de los años sesenta). En estos casos, el deseo se frustra al quedar sin objeto.

En cambio, la tercera posición apuesta por una ilimitación creciente de la persona, como parte de un mundo cuyas fronteras se borran a medida que pretende abarcarlas. Es por eso que el poeta no calla: no satisface el deseo, aunque tampoco lo frustra del todo; lo retroalimenta de modo provisorio en la búsqueda perdurable de una parcial satisfacción.

Limitándose, aparentemente, a reseñar las proezas plásticas de un desconocido Sr. G., Baudelaire consigue trazar un detallado y atrayente retrato del artista moderno como «hombre de mundo, hombre de multitudes y niño» ¿Por qué no considerarlo un programa digno de quien aspira a ser un auténtico artista? El verdadero creador es un hombre paradójico que reúne una entrega generosa a su proceso de singularización (su originalidad llega a ser muy productiva) y un desdén en forma de desprendimiento rayano en la desapropiación con respecto a la obra resultante de aquel proceso: «lleva la originalidad hasta la modestia»; «aspira a la insensibilidad» detestando sentirse de vuelta de las cosas.

El auténtico artista es alguien que en realidad no aspira a ser artista sino más bien un hombre de mundo: «un hombre del mundo entero, hombre que comprende el mundo y las misteriosas y legítimas razones de todos sus usos». Al artista de veras «no le gusta que le llamen artista» porque, salvo excepciones, un artista «vive muy escasamente, o incluso nada en absoluto, en el mundo moral y político».[v] El artista verdadero tiene mentalidad de sobreviviente. Como en el cuento de Edgar Allan Poe «El hombre de multitudes», se mantiene perennemente «en estado de convalecencia espiritual», aspirando con deleite los gérmenes de la vida y procurando retenerlo todo.[vi]

Por eso, las anteriores paradojas conducen a otra nueva, la que emulsiona como agua y aceite la agudeza de un «poderoso maestro», quien «se ha educado a sí mismo sin consejo alguno» y «ha encontrado enteramente en solitario todas las pequeñas añagazas del oficio», y la ingenuidad de un aprendiz, de un bárbaro y un niño con su «mirada fija y animalmente extática ante lo nuevo».[vii] El artista es aquel que ha logrado volver a ser niño. Se interesa vivamente por las cosas.  «El niño lo ve todo novedosamente, y está siempre ebrio». Aquí está la explicación baudeleriana del proceso creativo como proceso interior: «Nada se parece tanto a lo que llaman inspiración como la alegría con la que el niño absorbe la forma y el color».[viii]

El que logra volver a ser niño finalmente es un genio, modelo delineado por Baudelaire según la figura de Thomas de Quincey, a quien estudia con detalle al final de Los paraísos artificiales, en un largo ensayo titulado «El comedor de opio». El hombre de genio todavía es un niño siendo ya más que un niño: «tiene los nervios templados, mientras que en el niño son débiles; en el uno, la razón tiene un lugar considerable; en el otro, la sensibilidad ocupa casi todo su ser. Pero el genio no es sino la recuperación voluntaria de la infancia, la infancia ahora dotada, para expresarse, de órganos viriles y de un espíritu analítico que le permite ordenar el cúmulo de materiales involuntariamente amasados».[ix]

La multitud es el ámbito de ese hombre-niño que Baudelaire nos invita a ser y que él mismo consiguió encarnar hasta sus últimas consecuencias. «Su pasión y profesión: desposarse con la multitud». Porque el número es domicilio «del movimiento, de lo fugitivo y lo infinito». Y en la multitud el individuo se hace muchos, se hace felizmente todos. El poeta, dice en otro texto, breve y precioso, Las multitudes, «goza del incomparable privilegio de poder ser, a su guisa, él mismo y otro». Por lo que este «príncipe que goza por doquier de su carácter oculto», acaba siendo «un yo insaciable del no-yo»[x] que continuamente le devuelve el mundo en el que vive silenciosamente inmerso. ¡Qué cerca teníamos esta invitación a la poesía como camino de despersonalización! Una invitación que tantas veces, de puro distraídos, sólo escuchamos resonar cuando nos llega como un eco de un lejano (y ajeno) oriente…



[La primera parte de esta nota se publicó en el blog de Animal Sospechoso Editor con el título: Charles Baudelaire. La poesía moderna como búsqueda de lo nuevo.]

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[i]Los textos de Charles Baudelaire citados o aludidos se extraen de: Charles Baudelaire. Poesía completa. Escritos autobiográficos. Los paraísos artificiales. Crítica artística, literaria y musical, edición de Javier del Prado y José A. Millán Alba, Biblioteca de Literatura Universal, Editorial Espasa, Madrid 2000, CXX+1527 páginas.
[ii]Ray Bradbury, Zen y el Arte de Escribir, Minotauro, Buenos Aires, 2005, traducción de Marcelo Cohen, pp. 23ss.
[iii]CB, pp. 1282ss, El público moderno y la fotografía.
[iv]CB, p. 888, Madame Bovary, por Gustave Flaubert.
[v]CB, pp. 895-929, Théophile Gautier.
[vi]CB, p. 1374, El pintor de la vida moderna, III.
[vii]CB, p. 1376, El pintor…, III
[viii]CB, p. 1375, El pintor…, III.
[ix]CB, pp. 850 y 827ss, El comedor de opio.
[x]CB, p. 569, Las multitudes.


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ALBERTO SILVA (Buenos Aires), poeta y traductor, ha publicado los libros de poesía El viajeCelebración del mar y Perros calientesFue profesor de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto y ha publicado, entre otros, La invención de Japón (2000), El libro del Haiku (Bajo la luna, Buenos Aires, 2005; Visor, Madrid, 2008), Libro de amor de Murasaki (2008) y una serie de cuatro ensayos titulada Zen (Bajo la luna, Buenos Aires, 2015; Herder, Barcelona, 2018).