Mario Luzi / Santiago Sanz
Hasta que el fuego muere en el hogar
no buscamos solaz en las estrellas
George Meredith
no buscamos solaz en las estrellas
George Meredith
De aquel flujo de vida
no guardaba la obra apenas rastro.
Mi haber sido perdía su certeza,
su sentido la obra.
Sobre esa nada descendió la sombra.
Se hizo de noche. Refulgía
aquella calavera
limpia de mí
y conmigo de toda
escoria y de toda impureza,
de fiebre y de inquietud.
Noche vacía, noche en plenitud.
No estaba yo en la nada,
sin embargo. Más bien
libre de ella.
Me imaginé
cadáver descarnado
por pirañas celestes,
hueso pulido
por la aridez del viento-
de la culpa
de la depuración-
bajo aquellos destellos,
¿cuándo,
cuándo, Dante,
no guardaba la obra apenas rastro.
Mi haber sido perdía su certeza,
su sentido la obra.
Sobre esa nada descendió la sombra.
Se hizo de noche. Refulgía
aquella calavera
limpia de mí
y conmigo de toda
escoria y de toda impureza,
de fiebre y de inquietud.
Noche vacía, noche en plenitud.
No estaba yo en la nada,
sin embargo. Más bien
libre de ella.
Me imaginé
cadáver descarnado
por pirañas celestes,
hueso pulido
por la aridez del viento-
de la culpa
de la depuración-
bajo aquellos destellos,
¿cuándo,
cuándo, Dante,
la revestida carne aleluyando?1
El poema precedente pertenece al libro Viaje terrestre y celeste de Simone Martini, publicado por Mario Luzi en 1994, cuando el poeta contaba ya ochenta años de edad. Que decidiera cerrarlo parafraseando sibilinamente un verso señalado de Dante –«la rivestita voce alleluiando»– invocando además su nombre, es una muestra conmovedora de humildad frente al viejo maestro. Es, también, testimonio vivo de un legado humanista que parece haber perdurado más tiempo en el país que lo vio nacer que en otras latitudes.
La poesía de Luzi en este libro, en este poema, parece desligada de su tiempo o de cualquier otro; en ella, lo humano se antoja sinónimo de lo perenne, y en ambos abunda. En el delicado juego entre el motivo y el concepto, entre el tiempo de las cosas y otro distinto que no deja de ser tiempo, Luzi va trenzando una urdimbre modestamente trascendente; modestamente porque parece ajena a su intención; porque va decantándose a partir de las cosas sin orillarlas del todo, como si el oficio del poeta se limitara a hacerse a un lado; trascendente porque, casi invariablemente, su poesía acaba en luz, apela a la luz; una luz que lo emparenta, como en este poema, con Dante. Es difícil imaginar a un poeta del siglo XX más próximo al florentino –también Luzi lo es– y no sólo por la presencia de Simone Martini, contemporáneo de Dante, o la evocación de la tierra toscana, sino, precisamente, por la experiencia –catártica, extática– de la luz, una luz que todo lo baña, que todo lo hermana, una luz indivisa como la de Plotino, que se cierne sobre las criaturas lo mismo que se derrama por las naves de las iglesias en las que Dante rezó y Martini pintó. En la poesía de Luzi se adivinan, en efecto, las líneas puras del gótico, su voluntad de desnudez, su impulso.
En el poema transcrito, la luz llega de noche, con la sombra. La noche es el tiempo y el lugar del despojamiento, de la ablución lustral a la luz de la luna/calavera; nunca, sin embargo, del aniquilamiento («no estaba yo en la nada…más bien libre de ella»). Pero a quien dice el poema no le basta con dejar atrás la «escoria» y la «inquietud»; quiere ir más allá, quiere soltar el lastre de ser hombre y se acuerda de Dante, que solo concibe un hombre nuevo con un cuerpo nuevo:
…bajo aquellos destellos,
¿cuándo,
cuándo, Dante,
la revestida carne aleluyando?
Hay un sentido de urgencia en esa invocación a Dante, en la porfía de ese doble cuándo; la de Luzi es aquí una voz anhelante en extremo; apenas puede esperar más. Esa impaciencia está en él, no en Dante, que cuando escribe el verso que inspira a Luzi está celebrando, extasiado, el momento culminante de la Comedia, su encuentro ultraterreno con Beatriz, la mujer que ha dado sentido a su vida y le ha llevado hasta donde está. Dante compara el cortejo celestial que recibe a Beatriz con la apoteosis de la resurrección:
Llamados los beatos, se alzarán
cada uno de su tumba con presteza,
la revestida voz aleluyando… 2
Dante en ese último verso se refiere a la nueva voz –el nuevo cuerpo– con que los justos cantarán el aleluya al final de los tiempos. Donde Dante dice voz, Luzi dice carne; al hacerlo, priva a ese verso de la rica polisemia dantesca, pues en la voz vive el poeta, el que canta, tanto o más que en la carne. Decir, sin embargo, que lo que Luzi anhela es lo que Dante da por descontado –la resurrección de la carne– sería ir, quizás, demasiado lejos. La voz de Luzi toma amorosa, rendida, las palabras de Dante porque ¿dónde iba a encontrar otras más bellas?; pero acaso no es una nueva carne lo que desearía sino una asunción de la vida vivida y una aceptación de la muerte no menos dignas de ser cantadas.
Es, como siempre, en el tono donde acecha el sentido. El mundo de Luzi, incluso su horizonte, pueden ser los de Dante, hombres los dos al fin; no así el tono. Se diría que si Dante, con su admirable capacidad de condensación poética, comprime el sentido, Luzi ciñe las palabras. El alcance de su poesía es largo, su aliento breve, apretado, modesto.
Los versos finales del poema de Luzi, por más que transidos de Dante, hacen pensar más bien en otro italiano ya mayor que también miró a las estrellas para pedirles algo:
«La verdad era que quería alcanzar un poco de consuelo mirando las estrellas. Todavía quedaba alguna bien alta, en su cénit. Como siempre, se animó al verlas; lejanas, omnipotentes y, al mismo tiempo, tan dóciles a sus cálculos; justo lo contrario de los hombres, siempre demasiado cercanos, débiles y sin embargo turbulentos. (…) Allí estaba Venus, envuelta en su turbante de vapores otoñales. Era siempre fiel, esperaba siempre a Don Fabrizio en sus salidas matutinas, en Donnafugata antes de ir a cazar, ahora después del baile.
Don Fabrizio suspiró. ¿Cuándo se decidiría [Venus] a darle una cita menos efímera, lejos de la torpeza y de la sangre, en su región de perenne certeza?»3
¿No es un suspiro también el de Luzi, un suspiro al amparo o bajo el auspicio de las estrellas? ¿No es su deseo, como el de Lampedusa, un Todeswunsch escueto, mediterráneo, limpio de la hojarasca y del pathos del romanticismo más caduco? Italia parece haber encontrado siempre un resquicio desde el que hacer llana la trascendencia acallando los gestos; una manera de mirar la vida en la que la muerte no es su reverso ni su sello. Se empaña la lente con la proximidad del aliento; la voracidad del ojo desenfoca la visión. Una mirada limpia, despejada, solo es posible alejándose un poco. Luzi, Lampedusa –o Don Fabrizio– supieron apartarse; alzaron la vista a los astros para entender, o al menos intuir, quiénes eran y qué llamada debían atender.
2 Quali i beati al novissimo bando/ surgeran presti ognun di sua caverna,/la revestita voce alleluiando,… (Purgatorio XXX, 13-15)
3 Giuseppe di Lampedusa, El Gatopardo, parte sexta.
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MARIO LUZI (Florencia, 1914-2005). Uno de los poetas italianos más importantes del siglo XX. Es autor, entre otros muchos, de los libros de poesía La barca (1935), Primicia del deserto (1952) o Viaggio terrestre e celeste di Simone Martini (1994). Su obra ha sido parcialmente publicada en español.
SANTIAGO SANZ ha editado y traducido la poesía del poeta metafísico inglés George Herbert, Antología poética (Animal Sospechoso, Barcelona, 2014. Premio Ángel Crespo de traducción, 2015), en colaboración con Misael Ruiz Albarracín.