La esponja y el agua. Francisco de Aldana. / Misael Ruiz
No hay poesía sin tensión entre las palabras y su sentido, sin que se produzca esa «sobrecarga del significante» que, en la experiencia del lector, es indistinguible de la emoción poética. Hay casos en los que esa tensión responde a una suma de contradicciones cuya armonía se alcanza -o se frustra- en el poema; otros en los que vislumbramos en pequeños detalles de dicción que el conflicto se produce no sólo en el interior del poema sino también entre éste y su autor.
Tomemos a Francisco de Aldana, que fue un poeta de la guerra y del amor, que ya reivindicara Cernuda en Tres poetas metafísicos (1946). Olvidemos por unos instantes su enigmática desaparición, el 4 de agosto de 1578, en la batalla de Alcazarquivir, en Marruecos, junto al rey Sebastián de Portugal, y fijémonos en su soneto «¿Cuál es la causa, mi Damón, que, estando» donde expone y desarrolla un enfrentamiento doble: el de la lucha de los cuerpos de dos amantes -Damón y Filis, cuyas palabras constituyen literalmente el poema-, y, a su vez, la de los cuerpos tratando de emular la fusión amorosa de sus almas. Veremos, sin embargo, que, por debajo de esa doble lucha, late una confrontación más profunda de la que el autor no es consciente o no da indicios de serlo. El poema comienza aludiendo, sin llevarnos a engaño, no ya a las suaves caricias de los amantes sino a sus mismos cuerpos que
… estando
en la lucha de amor juntos, trabados,
con lenguas, brazos, pies y encadenados
preguntan, en pleno éxtasis y excitación sexual, cuál es la causa por la que
… el vital aliento ambos tomando
en nuestros labios, de chupar cansados,
en medio a tanto bien somos forzados
llorar y suspirar de cuando en cuando?
Es Filis quien, más emotiva, se dirige primero extrañada a su amado para que le explique por qué el placer del acto sexual produce síntomas –el llanto y el suspiro- más propios de la tristeza y el dolor. Su pregunta ocupa los dos primeros cuartetos y retrata su desconcierto de un modo que no deja lugar a dudas sobre la sensualidad y el carácter físico del encuentro. Nos resulta evidente en la enumeración exhaustiva de las partes del cuerpo que participan «en la lucha de amor»: lenguas, brazos, pies y labios no son metáforas sino secciones de un cuerpo real y sensual. Están literalmente «encadenados», enredados el uno al otro; los labios se cansan de chupar, donde la palabra «chupar» hace imposible toda sublimación del acto físico en amor espiritual o platónico. Sentimos en ese gusto por las cosas materiales una sensibilidad moderna. Sin embargo, al llegar al ecuador del poema, el impulso de los cuerpos que no se sacian apunta a algo que está más allá de los amantes que
en medio a tanto bien somos forzados
llorar y suspirar de cuando en cuando
Vemos cómo el poema se acerca hasta la misma frontera donde cuerpo y mente se confunden en un mismo elemento:
… el vital aliento ambos tomando
en nuestros labios…
Después de todo el aliento es la forma más volátil del cuerpo, la más próxima al espíritu, que representamos habitualmente como un soplo de aire saliendo de los pulmones.
El fino sentido de Aldana para la composición dramática hace coincidir las palabras del segundo interlocutor de esta breve escena de clímax erótico con el desenlace del soneto. Se trata de la respuesta -más conceptual que afectiva- de Damón a Filis en la que recurre, no obstante, a las imágenes para explicar qué les está sucediendo:
Amor, mi Filis bella, que allá dentro
nuestras almas juntó, quiere en su fragua
los cuerpos ajuntar también…
Tomando una distancia heroica respecto a lo que les ocupa en esos momentos, la voz del amante se vuelve reflexivamente sobre el propio acto y atribuye el afán de los cuerpos por confundirse al anhelo del amor que, después de unir las almas, desea fundir también los cuerpos en su fragua. Los Diálogos de amor de León Hebreo, que Aldana y sus contemporáneos leyeron, exponen esa misma tesis neoplatónica. Pero nada nos impide contemplar esa lucha denodada de los cuerpos de un modo anacrónico, que su autor seguramente habría rechazado, pero que parece desprenderse de la elección de los términos con los que va construyendo el poema. Si creemos a Baruch Spinoza, el alma no es sino la idea del cuerpo y éste, debido precisamente a que se trata de un objeto que se extiende por el espacio -para disfrute de ambos-, es incapaz de diluirse y confundirse con el de su amante. ¿No se expresa el poema precisamente en ese sentido, al dar por sentado en las palabras de Filis -lenguas, brazos, pies y labios- que lo real reside en el cuerpo (y en la idea que nos hacemos de él) y no, como argumenta Damón, en la disociación del alma y el cuerpo?
El poema concluye con una imagen no visual para explicar un proceso al que sólo puede aproximarse metafóricamente:
… no pudiendo, como esponja el agua,
pasar del alma al dulce amado centro,
llora el velo mortal su avara suerte.
El «velo mortal» es un lugar común de la época para designar al cuerpo que, en este caso, no logra pasar, físicamente, al «dulce amado centro»; mas, ¿dónde se halla ese amado centro que tan irresistible resulta a los amantes? Es un lugar fuera de su alcance, pero no podemos dejar de sentir que, a pesar del dualismo implícito en el llanto y los suspiros que dan lugar al poema, ese lugar edénico se confunde con el impulso del propio cuerpo enamorado. La sensualidad y la alusión a las partes concretas del cuerpo parecen contradecir la respuesta de Damón. Ahí nace la tensión oculta que hace revivir el soneto en cada una de sus lecturas, la que no se circunscribe únicamente a la sensibilidad dualista de su entorno y su época, sino que enlaza a un mismo tiempo con la convicción latente de que no hay nada más allá de las configuraciones del mundo material. Quien crea, con Santayana, que el espíritu es un modo particular de organizarse la vida -y la vida una determinada configuración de la materia- no sentirá que se estrecha el mundo del poema: exuda la íntima insatisfacción de quien se siente incapaz de fundir simultáneamente su cuerpo, su vida y su espíritu en los del amado.
Hay tres imágenes que actúan a lo largo del poema –en el primer cuarteto y en los dos tercetos- como tres aproximaciones concéntricas al acto de amar que, en la conciencia del poeta, es un acto problemático: como en la parábola de Aquiles y la tortuga, no se consuma nunca del todo.
La primera imagen establece una comparación convencional entre los cuerpos trabados y la «vid que entre el jazmín se va enredando», actuando lenguas, brazos y pies a modo de zarcillos de los cuerpos de los amantes. Pero al llegar al desenlace del poema cambia el tono y el deseo sensual es descrito como una fragua que quiere «los cuerpos ajuntar también»; esta segunda imagen, en la que el fuego intenso donde se funde el metal se superpone a la acción erótica, no deja de ser convencional a pesar de su mayor violencia. Sin embargo, en los últimos versos del soneto de Aldana el anhelo amoroso es asimilado a una esponja sorbiendo agua. Es precisamente la sorpresa inicial de esta última imagen para referirse al amor la que nos hace sentir de nuevo, en nuestra propia carne, la experiencia erótica de quien anhela, como el agua y la esponja, ocupar un mismo espacio. Recoge, por un lado, los aspectos más materiales del acto sexual -el intercambio de fluidos- y, en la medida en la que el lector acoja hospitalariamente en su imaginación esa figura alusiva a los sentidos, revivirá en sí mismo el contacto de los cuerpos. Si Filis expresa el desconcierto de quien se ve arrastrada por una pasión que, presumiblemente, todo lector ha sentido en alguna ocasión, Damón responde atribuyendo la «avara suerte» de los cuerpos siempre insatisfechos en su intento por emular la fusión de las almas. Sin embargo, parece desmentirlo la materia verbal del poema, en la que se intuye que la naturaleza íntima de Aldana está más próxima al desconcierto inicial en boca de Filis, mientras que la posterior explicación dualista por parte de Damón –la otra voz del poeta- está sobreimpuesta y, en realidad, traiciona su primera sensibilidad.
Quedan fuera de este poema los versos sutiles de otros poemas del mismo autor en los que, con una precisión que emana de la experiencia directa, representa el mudo diálogo de los cuerpos:
Hágole blanda fuerza por soltarme
y ella me aprieta más…
y también la admiración gozosa, tras describir una escena amorosa entre el orgulloso Marte y la tierna Venus, de
que pueda un solo beso en solo un punto
los dioses aplacar, dar ley al cielo!
Ocupar un mismo espacio parece el argumento principal de la obra. En eso consiste el deseo. No parece necesario explicar por qué no cabe unión más estrecha que la de ser uno en el otro, dentro del otro; es decir, ocupar simultáneamente el mismo lugar. Es un impulso más o menos difuso en todos nosotros que la pasión y el enamoramiento exacerban.
El cuerpo siente siempre vagamente su soledad y busca la compañía de otros cuerpos, del mismo modo que los seres esféricos de Platón quieren, tras ser divididos y sin saber por qué, reunirse con la mitad que les falta para recuperar la totalidad de su ser. Cuando esa inercia cobra ímpetu en el amor o, más concretamente, en el acto sexual, el cuerpo del amante trata de fundirse con otro cuerpo que, por extensión, es todo el universo. Anhela diluirse y desaparecer en otro para liberarse de la incomprensible soledad de ser sólo él mismo. Es el mismo sentimiento que llevará casi cinco siglos después, «al norte / de la línea de sombras», a lanzar a José Ángel Valente un discreto y desgarrado «SOS» de amor en el momento de la propia disolución cuando:
… el naufragio inminente todavía
no se ha consumado, ciegamente
te amo.
«Ciegamente» porque no somos conductores sino vehículos del impulso amoroso. Es algo que posiblemente sintamos de manera perentoria en el momento de la muerte, cuando resulte difícil ocultarnos que siempre somos en relación a otro al que añoramos desde una distancia difícilmente ganada y necesaria para nuestra existencia. Ser sólo uno mismo es no ser nadie. Cabe preguntarse hasta qué punto el desaparecido Tratado de amor en modo platónico de Francisco de Aldana desautorizaría nuestra lectura del poema. Mientras tanto, sólo nos queda volver a sus palabras:
«¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando
en la lucha de amor juntos, trabados,
con lenguas, brazos, pies y encadenados
cual vid que entre el jazmín se va enredando,
y que el vital aliento ambos tomando
en nuestros labios, de chupar cansados,
en medio a tanto bien somos forzados
llorar y suspirar de cuando en cuando?»
«Amor, mi Filis bella, que allá dentro
nuestras almas juntó, quiere en su fragua
los cuerpos ajuntar también, tan fuerte
que no pudiendo, como esponja el agua,
pasar del alma al dulce amado centro,
llora el velo mortal su avara suerte.»
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FRANCISCO DE ALDANA (Nápoles, 1537 - Alcazarquivir, Marruecos
1578). Se formó
en la corte de los Médici, en Florencia. Murió el 4 de agosto de 1578 en la batalla de Alcazarquivir. Además de sus sonetos es autor de la Epístola a Arias Montano y de Pocos tercetos escritos a un amigo.
MISAEL RUIZ (Bruselas, 1960) es autor de los libros de poesía El hueco de las cosas (Trea, 2010) y Todo es real (Pre-textos, 2017; premio Antonio Oliver Belmás). Ha traducido y editado la poesía de Clive Wilmer (Vaso Roto, 2011), R.S. Thomas (Trea, 2008), George Herbert (Animal Sospechoso Editor, 2014, en colaboración con Santiago Sanz; premio de Traducción Ángel Crespo, 2015) y Catherine Pozzi (Animal Sospechoso Editor, 2018).
MISAEL RUIZ (Bruselas, 1960) es autor de los libros de poesía El hueco de las cosas (Trea, 2010) y Todo es real (Pre-textos, 2017; premio Antonio Oliver Belmás). Ha traducido y editado la poesía de Clive Wilmer (Vaso Roto, 2011), R.S. Thomas (Trea, 2008), George Herbert (Animal Sospechoso Editor, 2014, en colaboración con Santiago Sanz; premio de Traducción Ángel Crespo, 2015) y Catherine Pozzi (Animal Sospechoso Editor, 2018).