Juan Pablo Roa / Este lugar, este momento
Juan Pablo Roa |
En estas épocas de diásporas, la poesía
de varios países latinoamericanos ha sabido ampliar sus fronteras gracias a
quienes han ido a vivir lejos de sus países de origen. Tal es el caso de Juan
Pablo Roa (Colombia, 1967), quien, tras residir en Portugal e Italia, hace ya
quince años vive en Barcelona desempeñándose como cuidadoso editor así como
vigilante poeta que ha comprendido que su palabra es su manera de estar en el
mundo. Roa no escribe sino que reconstruye, no dice sino que subraya, como si
en el hecho de escribir estuviera la clave de su existencia. «Yo me pregunto si
la noche lenta» fue lo primero que leí de él y de inmediato me sedujo la fuerza
de su palabra, la verdad de su entonación, el dolor manifiesto sin ser
compasivo y la potente corriente subterránea de sus versos que, entre elegíacos
y épicos, nos mostraban a manos llenas su razón de ser.
En sus últimos poemas se advierte una
mayor diversidad temática al tiempo que estilística, como si se hubiera
apropiado de su propio lenguaje, de su saber decir. Como todo poeta de la
diáspora, tiene un pie en cada continente, un ojo que mira hacia el pasado y
otro hacia el futuro.
Su última obra, Cuaderno del Sur, podría ser el lastimero título de un libro de un
poeta que vive lejos de su patria, pero por el contrario, Roa le da un giro a
esa visión nostálgica de lugares comunes que solo despertarían la admiración
para atizar el fuego de la falsa melancolía, y lo hace a su modo para que sea
una vibrante región no solo geográfica sino también personal, una región que se
cimenta en lo perdido pero que busca su anclaje en su presente vivido, en su
exploración tonal y coral, donde obtiene una tensión que le da validez poética
a su aventura vital, donde ya se advierte «la música que suena sola».
Los poemas de la presente selección pertenecen a sus libros El basilisco (2008), Existe algún lugar donde nadie (2010), Cuaderno del sur (2016) y a su libro inédito Éste lugar, éste momento.
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Fin de la espera
Con una regla sobre el libro y un lápiz que
subraya preparo mi arquitectura. A
un cierto punto el libro me observa. Me
dice: «para entrar en los sueños
del hombre hay que hacerse hombre».
El aire entero está alado. Sobre la mesa,
el foco alumbra el horizonte de mi
arquitectura. En la noche, acompañado por la
regla, por el lápiz que
subraya y la lámpara encendida soy un basilisco, uno
que imagina
sueños ajenos.
Los cuerpos están unidos: la nevera rota
que gime, hace que el apartamento
entero, cuadros, sillas, el piso recién
brillado, me observe. Se preocupe
por mí. Y yo persisto en mi arquitectura, en
mi obra negra, lápiz en
mano.
En el exilio del día y de su tener que
hacer, puedo al fin, ladrón del sueño,
ladrón de la siesta, ser el señor de los
dominios.
Lejos de la almohada en medio de la noche,
soy aún el hombre que duerme
solícito con su mujer, a pesar del lápiz que
camina y la regla que
subraya.
Alguien pasa delante de mi balcón a
despertar mi noche de bujía y grillos en el
jardín: sus pasos son aún pasos de
día. Suenan sus pasos a hombre
cansado que llega al fin al recipiente de su
noche.
Dos amantes duermen tranquilos en algún
rincón oscuro. Sin reglas, sin lápices,
sin libro.
[De El
basilisco]
ahora paso mis días sentado
bajo
la pérgola de otro jardín
y
otras raíces mantienen en vilo
un
nuevo higueral perenne que ignora;
el
adiós de la muerte que es silencio,
el
cuerpo que encanece y no perdura,
la
palabra que nadie ha pronunciado
y
se cree manantial solitario.
Ahora
observo y escucho en la quietud
y
allí reside toda fortaleza,
toda
perspectiva de juventud;
la
del hijo que recuerda y es padre
y
trae desde la región distante
la
única residencia que perdura.
[De Existe
algún lugar en donde nadie]
poema: remo que tantea la
sombra.
[De Existe
algún lugar en donde nadie]
ser como las cenizas ingrávidas
o
como pavesas que suben al frío.
[De Existe
algún lugar en donde nadie]
I
seguimos tan solos allí, madre,
con
el fruto amargo de la sombra en los labios
y
la nieve de su cuerpo en el estanque.
II
La
naturalidad con que la muerte nos visita,
vuelve
y sube al balcón después de tantos años;
tú
y yo
entregados
al dócil menester del agua
y
el árbol de la muerte a pocos metros de la casa.
III
Más
frágiles que el viento, las palabras,
esa
orgullosa voz del viento.
IV
Pero
el perdón es alimento de los parias,
–concluye
el hijo pródigo–
pero
tú seguiste allí en esa orilla familiar
que
llamas casa, patria que ahora desconozco.
V
Un
muchacho puede caer de pronto
y
pocos metros de caída
pueden
bastar para darle altura a su muerte.
VI
La
levedad de su cuerpo desgonzado sobre el agua
sigue
siendo lumbre aún en el invierno,
cuando
la mano vuelve su sombra entre adjetivos.
VII
Pero
también estaba su risa
el
luminoso torrente de su abrazo,
su
manera de ordenar el mundo oscuro:
llamaba
«perro callejero» al lobo en su ausencia
y
erizaba el pelo al cruzar el paso del lobo verdadero.
VIII
Con
qué levedad el viento
con
qué argucia los recuerdos montan en el viento,
con
qué dulzura las palabras viajan por entre el viento.
Hoja
de aire sobre hoja de aire,
la
palabra hace casa,
hace
madre del soplo,
hogar
de la palabra madre que llevamos en la boca.
[De Existe
algún lugar en donde nadie]
no llamo a los muertos por su
nombre
pero uno a uno los voy poniendo
en el árbol del difunto:
hacia adentro crece,
el sol dora sus raíces
y sus frutos son un limbo fértil
de añejas palabras.
-¡Bajad del árbol que la cena está servida!,
dice mi madre entre suspiros,
limpiando, reparando
y encalando muros de un espacio que ya es
de nadie.
Yo prefiero descender por ramas de papel
y de vez en cuando subir hasta la raíz;
traigo viejas y trabajadas palabras en la
noche
para morder el duro fruto, el duro pan del
llanto.
[De Existe
algún lugar en donde nadie]
en la casa del monte
frente al Arno prodigioso de lodo y de papel
y detritos industriales y grandes siestas,
donde conocimos la hoguera,
la que daba al traste con toda dieta;
en aquella casa del monte
no languidece el fuego todavía
y sigue ardiendo porque en parte sigue allí,
esbelto, el cuerpo de nuestro amor
y el juego que a los veintitantos,
era para nosotros la vida en el extranjero,
el tembloroso cuerpo del amor.
[De Éste
lugar, éste momento]
no serás feliz mañana ni cuando
tengas
ni
serás mañana una suma.
Resta
mejor lo que no hiciste,
suma
las renuncias, las tardes
disipadas
por la plata del oro plástico
disipadas,
las tardes en que no fuiste a la escuela
ni
recogiste al amor de tus ojos,
las
tardes que dan eslabones a lo que será ya tarde
a
lo que no fue más.
Acariciar
la cabeza de tu retoño,
abrazarla
a ella o a él,
perder
el tiempo, disipar la vida
en
contra del trabajo
o
en contra del tener.
Porque
nunca tendrás:
no
serás feliz mañana ni cuando tengas
ni
serás mañana una suma de lo conseguido
[De Éste
lugar, éste momento]
denodado
empeño del amante:
comprar una y otra vez
flores cuyo destino es la muerte.
[De Éste
lugar, éste momento]
casi siempre piensa por sí
mismo
el
poema;
es
imagen
es
cálculo sin distancia,
es
estar ahí
y
lo del hogar sorprende
porque
la cabeza está en otro lugar;
algo
así como ir
nadando,
braceando,
ir
sintiendo el agua
y
de pronto
sacar
fuera una hoja del escritorio
en
medio de la faena
lejos
del verde y las transparencias
y
decir estoy ahí, en otro verde,
en
otro paisaje
y
con la cabeza bajo el sol;
ese
no estar ahí que es estar consigo mismo,
que
es ser brazada a pesar de la distancia.
[De Éste
lugar, éste momento]
dejar la música de la vida en el lienzo
como jardín podado, borracho de almizcle,
de ramo amputado que trasuda y es blanco,
carne cruda del mueble que vendrá
o no, a llenar la barriga avara del tener y de la
compra
dejar la música, decía,
al paso de los años
o al regreso extemporáneo del recuerdo,
ese que interrumpe, invade casa
haberes y hasta la más mínima ocupación,
o que te interrumpe y te hace amargo el trabajo;
borracho de almizcle, como jardín podado,
dejar la música de la vida en el lienzo,
la música que suena sola
[De Cuaderno del sur]
de azul, de transparente cielo,
―donde la nube es una hipótesis
cobalto al que descienden un pico de tiempo
golondrinas y copetones
a beber, casi a espejearse y salir en tromba
hasta el aire de timidez―
van vestidas de falso escote,
viejas ideas de abandonar, de dejarlo
todo por bien del aire, de la tentación;
dejarlo todo por el aire,
por tiempo y espacio improbables,
o de los pulmones y de la psique,
ir al campo abandonar la ciudad, gran espejismo,
que desde la Magna Grecia napolitana
nombran los ociosos cuando tienen tiempo de
cavilar;
tentaciones, ideas disfrazadas de campo,
acaso parientes del sol toscano
y del cobalto mallorquín.
Fueron y volvieron con la primera luz del día
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JUAN PABLO ROA (Bogotá, 1967) es autor de los libros de poesía Ícaro (Bogotá, 1989), Canción para la espera (Bogotá, 1993), El basilisco (Ediciones sin nombre, México, 2008) y Existe algún lugar en donde nadie (Lleonard Muntaner, Palma de Mallorca, 2010), con el que obtuvo el XXXV premio de poesía Vila de Martorell. Ha traducido la poesía de Amelia Roselli (Poesías, Ígitur, 2004), Anna Maria Giancarli (Arqueología del presente, Peccata minuta) y Antonella Anedda (Desde el balcón del cuerpo, Vaso Roto, 2014). En 2002 inició, junto a Roberta Raffetto, la revista de poesía Animal Sospechoso (2002-2009) y, en 2014, fundó en Barcelona la editorial Animal Sospechoso.
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