domingo, 17 de noviembre de 2024

  

Carlos Jiménez Arribas Shibboleth






Carlos Jiménez Arribas










Jiménez Arribas apuesta por el poema en prosa como forma privilegiada de expresión posmoderna, e insiste en la ironía como método de desautomatización de lugares comunes. Asimismo, profundiza su revisión de tópicos de la tradición lírica: amor, naturaleza y muerte.
Pilar Fraile

Publicamos a continuación dos poemas inéditos del autor de Lisergia (Bartebly, 2023).
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Shibboleth 

Decían que eran inocentes pero en nuestro fuero interno sabíamos la verdad: que un aura de halos concéntricos nimbaba sus cabezas incitando a nuestras balas a buscar el objetivo en sus cerebros. A veces pronunciábamos su nombre antes de disparar, dos sílabas hirientes que les hacían saberse únicos. Y vivos. A veces no decíamos nada, y a plena luz el cuerpo que caía era a la vez partícipe del aire y de la bruma. Se creían iguales a nosotros y borraban los signos que escribíamos con trazo negro y mano anónima en los muros de sus casas. Creábamos nombres para ellos, así los llamábamos cuando esgrimían su inocencia. Formas de pronunciar una palabra delataban la impureza de su sangre, su shibboleth de miedo e impostura. Pero sabíamos la verdad, y en el mercado, en la taberna, por las calles y las plazas, los señalábamos con un estigma de ceniza sobre el cráneo para así poder reconocerlos. Hasta que uno de nosotros, el ungido, ejecutaba la voluntad del pueblo. Habíamos cubierto con retratos de estos héroes las paredes, jóvenes en flor que un régimen impuesto nos arrebataba en nombre de su idea de justicia. Teníamos memoria de un tiempo de pureza avasallado por la súbita invasión del otro, el singular, el diferente. De noche, entre chatos vasos de vino y un crujir de frutos secos, contábamos historias de cuando el árbol arrojaba al mundo su porción exacta de penumbra y los corderos recentaban a empellones. No había oveja negra, los peces se entregaban como dones a la red del pescador entonces. Ellos decían que todo aquello era inventado, luchaban por tener acceso a la feraz materia que formaba nuestros sueños. Se llevaban a los más valientes, los encerraban en presidios y en angostas tumbas. Madres, hermanas y esposas deambulaban en visita o velatorio por la seca geografía de un país que no era el nuestro. Ellos decían que era la fe de los conversos si veían que sus hijos se sumaban a la causa de nuestra liberación. Intentaban ocultar lo que era objeto de evidencia: que todos los nacidos libres de prejuicios en nuestro país abrazaban sin dudar nuestra bandera, que los nombres declinados con la frígida cadencia de su idioma entre las listas de nuestros caídos delataban lo mezquino de sus argumentos. Ellos decían que eran inocentes pero sus hijos, nuestros héroes, los asesinaban. 





En el canódromo

Corrían para así cumplir su penitencia. La nueva religión de la salud exigía fieles atléticos, y corrían detrás de su propia sombra, por prescripción facultativa, como la forma más segura de jamás encontrarse. La grasa y el alcohol luchaban contra ellos como don Carnal contra doña Cuaresma, nuevo Libro de Buen Amor escrito sin conciencia de pecado o contrición. Llevaban trajes de colores vistosos, petos y cronómetros y salían al relente del amanecer cruzando el tránsito fatal que iba del sueño a la carrera sin saber que no corrían por deporte o por placer, sino por penitencia, para recobrar el tiempo no perdido, los momentos junto al fuego, sobre el césped, la declinación fugaz de los atardeceres, cuando el mundo se cumplía en su contemplación y ya corrían sin saberlo hasta el extremo más incandescente de sí mismos. Volvían a casa todavía corriendo, y de sus cuerpos se elevaba un vaho tibio de deber cumplido. Sin ninguno de los íntimos motivos que tenían sus ancestros: no los perseguía bestia alguna que no fuera la vejez, ninguna moza se recogía las faldas y chillaba, recatada, huyendo de ellos, solo la juventud, ni seguían en manada un animal esquivo invulnerable. Galgos sin liebre en el canódromo, dibujos animados de su propia sombra, corrían por correr, o eso creían, pero así cumplían con su penitencia. Cuando por fin paraban, se estiraban con todas sus fuerzas contra el árbol, la pared, la papelera. Intentaban derrocar el mundo que con tanto esfuerzo Atlas había alzado para ellos.





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CARLOS JIMÉNEZ ARRIBAS (Madrid, 1966), ha publicado los libros de poesía Manual de supervivencia (2002), Darwin en las Galápados (2008) y Lisergia (2023). Es igualmente autor de los libros de narrativa Viaje al ojo de un caballo. Veinte días en Mongolia (2007) y Cuatro cuentos italianos (2013) y, de ensayo, El poema en prosa en los años setenta en España (2005). Publicará próximamente su traducción de El profeta, de Kahlil Gibran (Alianza).


 



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