viernes, 23 de septiembre de 2016

Dante Alighieri / Infierno, Canto V 


Traducción de José María Micó 





Priamo della Quercia


























El hecho de que incontables lectores de Dante hayan conocido a lo largo de los siglos, y conozcan aún hoy, el Canto V del Infierno como «il canto di Francesca» deja adivinar la familiaridad, la predilección que sintieron y sienten por él dentro del mosaico infinito de la Comedia.

Este canto destila, como la totalidad del poema, una profunda fascinación por el destino de las personas. Las metáforas e imágenes de Dante, tan a menudo prosopopeyas, revelan un humanismo en cuya entraña no hace mella ni siquiera el destino trágico de hombres y mujeres como Paolo y Francesca. Lo humano alienta y gobierna todo el universo de Dante, la naturaleza y el más allá. Su vasto poema de ultratumba es, en tanto que composición musical y verbal, un canto desbordante a la peripecia humana, que, para Dante, es siempre más que peripecia.

En el canto V, sin embargo, este humanismo esencial va un punto más allá. Si en infinidad de pasajes de la Comedia es la piedad o la compasión el sentimiento que embarga al poeta al contemplar el sino de los condenados, en este canto cabe pensar que un cuidado aún más punzante se enseñorea de él. Si la crueldad con que el destino se ceba en otros amantes legendarios casi le hace perder el sentido, con el dolor de Francesca Dante cae al suelo como muerto: «Y caí como un cuerpo muerto cae». Ese desmayo no se vuelve a dar en toda la Comedia; aunque disfrazado de piedad por él mismo, se antoja otra cosa que no parece ni compasión ni recuerdo amargo de Beatriz.

Este es «el canto de Francesca», no de Paolo, relegado a la condición de plañidera, silenciado cruelmente por Dante, que reclama a Francesca para sí. Virgilio, su musa, le ayuda a andar y le sostiene en su periplo por el Infierno, pero no logra impedir que se desplome como muerto aquí. ¿Qué sino amor, esa otra musa superior, podría haberle llevado a tal estado?

Este es, más que ningún otro, el canto del amor en la Comedia y Dante responde con el suyo. La sangre de los amantes tiñe el mundo, pero su ruina es pérdida para todos nosotros, como si con ellos se fuera lo mejor que tenemos. La Comedia sigue y Dante apenas ha echado a andar, pero ya sabemos que su canto amoroso es elegía. 


Santiago Sanz



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                  Infierno, Canto V

               


         Así bajé del círculo primero
        al segundo, que es algo más estrecho,
3      pero encierra un dolor más angustioso.
         Está el horrible Minos, que, gruñendo,
        examina las culpas a la entrada
6      y las juzga y sentencia con su cola.
         Digo que, cuando el alma mal nacida
        llega hasta su presencia, se confiesa,
9      y Minos, juzgador de los pecados,
         le asigna su lugar en el infierno,
        enroscando su cola tantas veces
12    como grados conviene que descienda.
         Siempre tiene delante muchas almas
        esperando su turno: se confiesan,
15    oyen el fallo y bajan a su puesto.
         «Oh tú que vienes a este triste hospicio»,
        gritó Minos al verme, interrumpiendo
18    su grave cometido, «ten cuidado,
         y si entras mira bien de quién te fías;
        no te engañe la anchura de la entrada».
21    Y mi guía le dijo: «¿Por qué gritas?
         No impidas su viaje. Está dispuesto:
        así se quiso allí donde se puede
24    lo que se quiere, y no hagas más preguntas».
         Ahora ya empiezan las dolientes notas
        a golpear mi oído; ya he llegado
27    adonde un llanto inmenso me conmueve.
         Llegué a un lugar de luz enmudecida
        que ruge como el mar tempestuoso
30    cuando contrarios vientos lo sacuden.
         La tormenta infernal, que nunca cesa,
        con su vértigo agita a los espíritus
33    y los aflige con sus sacudidas.
         Cuando llegan al vértice, comienzan
        sus gritos y lamentos, y con ellos
36    van maldiciendo la virtud divina.
         Vi que los condenados a esta pena
        eran los pecadores de la carne,
39    que la razón someten al instinto.
         Como los estorninos en invierno,
        llevados en bandadas por sus alas,
42    así aquel viento impulsa a estos espíritus
         aquí y allá y acá y allí sin tregua:
        no hay esperanza que les dé un momento
45    de reposo ni alivio en su castigo.
         Como entonan las grullas sus lamentos
        formando por el aire larga fila,
48    así vi que venían estas almas
         quejumbrosas, llevadas de tal ímpetu.
        Y dije: «¿Quiénes son, maestro, aquellas
51    gentes que el negro vendaval hostiga?».
         «La primera que ves», respondió entonces,
        «fue gran emperatriz, reina y señora
54    de muchos pueblos con diversas lenguas.
         Se entregó de tal modo a la lujuria,
        que en su ley la libídine era lícita,
57    para así condonar su vil conducta.
         De ella, que fue Semíramis, se lee
        que a Nino desposó y, al sucederlo,
60    mandó en las tierras que hoy el sultán rige.
         Esa otra por amor segó su vida,
        infiel a las cenizas de Siqueo.
63    La sigue la lasciva Cleopatra.
         Esa es Elena, causa de una larga
        desgracia, y ahí está el glorioso Aquiles:
66    contra el amor fue su último combate».
         Me habló de Paris, de Tristán, mostrándome
        a más de mil espíritus dolientes
69    a los que amor arrebató la vida.
         Cuando al fin mi maestro hubo nombrado
        tantas damas y antiguos caballeros,
72    de compasión perdí casi el sentido.
         «Poeta», le pedí, «me gustaría
        hablar a aquellos dos que vuelan juntos
75    y van ligeros a merced del viento».
         Mi guía respondió: «Cuando se encuentren
        más cerca de nosotros, se lo pides
78    en nombre el amor que los impulsa».
         Cuando el viento los trajo hasta nosotros,
        les dije así: «Oh almas angustiadas,
81    habladnos, si no hay nadie que lo impida».
         Como palomas que el deseo llama
        y al nido acuden con abiertas alas,
84    llevadas por el aire y el ansia,
         así, dejando el escuadrón de Dido,
        por la bruma vinieron a nosotros,
87    atendiendo mi ruego afectuoso.
         «Oh cortés y benigna criatura
        que cruzando esta niebla nos visitas.
90    El mundo se tiñó de nuestra sangre,
         y si estuviese Dios de nuestro lado,
        por ti le rogaríamos, pues vemos
93    que te inspira piedad nuestra desgracia.
         Lo que queréis saber escucharemos
        y hablaremos de todo lo que os plazca,
96    mientras el viento calla y lo permite.
         La tierra en que nací tiene su asiento
        en la ribera donde el Po se amansa
99    y desemboca con sus afluentes.
         Amor, que prende pronto en noble pecho,
        prendió en él cuando vio mi hermoso cuerpo,
102  que después cruelmente me quitaron.
         Amor, que al que es amado amar requiere,
        hizo que yo lo amase con tal fuerza,
105  que, como ves, aún no me abandona.
         Amor nos procuró una misma muerte.
        Caína está esperando al asesino».
108  Estas son las palabras que dijeron.
         Cuando escuché a estas almas malheridas,
        bajé tanto la vista y la cabeza
111  que mi maestro preguntó: «¿Qué piensas?»
         Yo respondí: «¡Ay, poeta, qué tristeza,
        cuán dulces pensamientos y deseos
114  los condujeron a su triste sino!».
         Después, volviéndome hacia ellos, dije:
        «Francesca, tus enormes sufrimientos
117  me hacen llorar, piadoso y afligido.
         Mas dime, cuando estabais entre dulces
        suspiros, ¿cómo y cuándo amor os hizo
120  tener por cierto vuestro afán dudoso?».
         Y ella me dijo: «No hay dolor más grande
        que recordar la dicha en la desgracia,
123  y esto muy bien lo sabe tu maestro.
         Pero como con tanto afecto anhelas
        saber de nuestro amor el nacimiento,
126  te lo dirán mi voz y el llanto a un tiempo.
         Leyendo por placer un libro un día,
        supimos del amor de Lanzarote;
129  estábamos a solas y sin cuita.
         La lectura juntó nuestras miradas
        muchas veces y nos ruborizamos,
132  pero todo ocurrió por un pasaje.
         Cuando supimos que tan noble amante
        besó el sonriente y deseado rostro,
135  este, que nunca abandonó mi lado,
         estremecido me besó en la boca.
        Libro y autor hicieron de galeoto:
138  ya no leímos más en todo el día».
         Esto dijo un espíritu, y el otro
        no hizo más que llorar; en ese instante
        me desmayé, abrumado por la pena.
142  Y caí como un cuerpo muerto cae.


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JOSÉ MARÍA MICÓ (Barcelona, 1961) es poeta, filólogo y traductor. Ha traducido en verso a Petrarca, el Orlando furioso de Ludovico Ariosto (Premi Nazionali per la Traduzione 2007) y a Ausias March. Su obra poética está recogida en La espera (1992), Recinto amurallado (1995), Letras para cantar (1997), Camino de ronda (1998), Verdades y milongas (2002), La sangre de los fósiles (2005) y Caleidoscopio (2014). Es catedrático de literatura en la Universidad Pompeu Fabra.       




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