martes, 2 de julio de 2019

El doble exilio de Catherine Pozzi  / María José Bruña 



                                                                    






























El doble exilio. Poemas y correspondencia con Paul Valéry está publicado en Animal Sospechoso Editor (Barcelona, 2018) en edición y traducción de Misael Ruiz Albarracín.

           

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«Le plus grand plaisir qui soit après amour, c’est d’en parler.» 

Louise Labé







La idea de un controvertido «genio femenino» que Jacques Derrida propone a propósito de Hélène Cixous, que Kristeva sugiere pensando, entre otras, en Colette, en la psiquiatra austriaca Melanie Klein, o en la pensadora alemana Hannah Arendt, ha sido formulada o intuida desde Safo –si bien de otra manera, con otros nombres o categorías- en la historia de la literatura. De hecho, es una constante desde los clásicos la existencia de una poesía libre, desinhibida, antihegemónica que encuentra en la transgresión erótica y en las reformulaciones de género una de sus modalidades desestabilizadoras del canon. A comienzos del siglo XX, París estaba en plena ebullición y en el salón literario de la rue Jacob –que frecuentaban entre otras Natalie Clifford Barney, la poeta inglesa nacionalizada francesa Renée Vivien, Colette, la «rara» Rachilde, según Darío, Djuna Barnes, etc…- se produjo un interesante proceso de aprendizaje estético y vital desde lo subalterno. A través del cuestionamiento de la identidad sexual y de las imágenes asociadas a la creatividad –la musa, las bacantes y Orfeo fundamentalmente-, estas escritoras reflexionan sobre un imaginario poético y social heredado donde los modelos eran estrictos y cerrados. Estas voces inauguran un discurso alternativo, emancipador que adelanta búsquedas posteriores. 

Es posible que Catherine Pozzi asistiera a alguna de las tertulias en el celebérrimo y longevo salón literario lesbófilo de Clifford Barney, debido a su amistad con Colette o Anna de Noailles, pero lo que es incuestionable es que su poesía y su escritura de lo íntimo en cartas y diarios revela su pertenencia a esa corriente subterránea y contestataria, a esa revolución del lenguaje en clave de mujer (Showalter). Su escritura parece no querer escapar a la melancolía como motor creativo, como condición del artista aurático -lo que sucede también a Valéry, según se lee en las cartas que incorpora esta edición-, pero subraya también los obstáculos, dificultades e inconvenientes de la poeta mujer al preferir al «miglior fabbro» que construye, piensa, crea a partir de la tradición clásica, parnasiana, simbolista y la corrige en su «cuarto propio». Destaca la poesía de Pozzi por un hedonismo destructivo de introspección simbolista -la tríada melancolía, erotismo y aniquilamiento preside sus versos y es que, como declara Valéry en otra de sus cartas, «debemos asociar íntimamente la idea de ser a la idea de destrucción». Se caracteriza también su poesía por un gozo o jouissance, un placer en el logos que es, en sí mismo, transgresor. 

Misael Ruiz Albarracín lleva a cabo esta edición bilingüe y exquisita en Animal Sospechoso de las cartas -extractos de 1913 a 1934, fecha de la muerte de Pozzi-, fragmentos de diarios y poemas de Catherine Pozzi. En el prólogo nos explica que la escritora quiso publicar una plaquette con seis poemas en endecasílabos, eneasílabos y alejandrinos, los únicos que escribió, entre 1926 y 1934 –«Vale», «Ave», «Maya», «Nova», «Escopolamina» y «Nyx» y quiere situarse con ellos, afirma con conciencia de escritura, en la tradición de Safo, pero, al mismo tiempo, en paradoja dolorosa que es nueva muestra de la inestabilidad del sujeto creador femenino en la incipiente modernidad, los considera -con explicación innecesaria- producto de su soledad como para rebajar su categoría, su valor, su legitimidad –«escribo para no morir de soledad»-. ¿Y quién no? Estos poemas tienen algo de legado amoroso, de herencia literaria («recompondrás durante un año extraño / un solo tesoro / recompondrás mi nombre y mi imagen / de mil cuerpos que el día se llevó»), de lúcida plasmación de un momento de sinergia emocional e intelectual única y también de ejercicio estilístico. Pozzi escribió también diarios, género autobiográfico de lo íntimo en que las mujeres han dejado páginas espléndidas -Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Silvia Plath, Alejandra Pizarnik-, narrativa –Agnès, atribuido erróneamente a Valéry en un mecanismo de apropiación masculina muy de época, recordemos el caso de María Lejárraga y Martínez Sierra- y ensayista -dejó sin terminar a su muerte el ensayo filosófico Peau d’âme, ‘piel de alma’. La escritura epistolar, junto a los diarios, es otro género de lo íntimo en que las mujeres han construido un espacio autónomo y propio. Los ochos años de cartas de Pozzi con Valéry nos dejan atónitos por la belleza, precisión, pura carnalidad del lenguaje, pero también por la seguridad, el aplomo, la inteligencia y conocimiento casi clarividente de la sage -sabia, como Valéry llamaba a Pozzi-.  

Si por algo se caracterizan tanto las cartas como la poesía onírica, voluptuosa, determinada y potente de Pozzi es por esa carnalidad oscura inscrita siempre en imágenes de destrucción, de desencanto, de autoaniquilación y disolución en el otro. Amor, muerte, deseo, vida, desgracia y la melancolía de la pérdida inminente, de esa doble pérdida de lo intelectual y sentimental –«doble exilio»-, permean su imaginario grave, en perpetua sed, y tienen la capacidad de llegar al lector a partir de imágenes originales, misteriosas, extremas, con frecuencia astrológicas (sol, cielo, astro) -la hipérbole es uno de los recursos más recurrentes-, de comunicar con inmediatez e intensidad: «Toda la vendimia que te conceda / no la podrás beber sin embriagarte / del vino perdido». Los temas universales, con sus matices múltiples, nos interpelan, revuelven, sacuden y emocionan en sus versos. Sus poemas parecen nacer del sufrimiento, la derrota prematura y la insatisfacción perpetua («Pero el futuro en que vivir esperas / es menos presente que el bien ya ido»). Dolor, amor, desengaño, despedida y muerte parecen ser el signo de ese amor romántico, oximorónicamente celebratorio, inscrito de modo funesto, fatalmente trágico en los cuerpos, especialmente en los cuerpos femeninos -aparece la imagen de la disgregación física, de un cuerpo mutilado y dividido que recuerda al Orfeo despedazado por las bacantes –«Ave»-. Sin embargo, esta carnalidad se dispone en estructuras medidas, en un esqueleto rítmico impecable, clásico, obsoleto ya en el momento de su creación, arcaico y con resonancias antiguas -es constante la inspiración en Louise Labé, pues Eros y Tánatos también constituían el eje de su poesía sufriente y desgarrada-. El ritmo es sorprendentemente fluido pese a la métrica clásica y su lenguaje prescinde de aditamentos más allá del poder de evocación de las imágenes que vertebran los poemas y van al hueso. Su música no reside en el adjetivo, sino en una combinación bien articulada de metáforas, símbolos, alegorías que consiguen una iconografía personal portentosa, cercana en muchos momentos a cierto preciosismo parnasiano despojado -lejos de todo hermetismo, pues spleen e ideal, realidad y deseo, lo «celeste y salvaje» están en el centro con rotundidad, con claridad-. Así la luz se arroja, al leer sus versos sofisticados, a lo esencial. La apelación a un futuro que redima y resitúe su pasión, que valore su importancia, la mención a los astros y estrellas y el vino embriagador -aparecen también tanto en Renée Vivien como en Valéry- son tres de los leitmotivs que comparten estos atormentados poemas y traslucen un sujeto hipersensible, ardiente, idealista varado, en paraísos artificiales. El efecto final es una sobriedad letal, una hondura que deja aturdidos e inermes a sus lectores.  

Vayamos ahora brevemente a las cartas. El romanticismo, y en particular su «ímpetu autorreflexivo», como afirma Susan Kirkpatrik, y recoge Viviana Paletta en un reciente trabajo sobre las epístolas entre Rugendas y Arriagada, permitió «representar la subjetividad como yo individual», lo que provocó un cambio fundamental y dio lugar a la expresión del yo, una victoria de la individualidad y de la manifestación de los sentimientos, también de la inestabilidad del sujeto. Para Pozzi, esa posibilidad de manifestarse es única y la utiliza. Las cartas se vuelven, entonces, para Pozzi, un espacio de libertad, de absoluta autonomía y afirmación de sí misma -aunque con vacilaciones- ante el otro. La presencia fantasmal, permanentemente diferida, del interlocutor de sus palabras -lo mismo sucede cuando Valéry le escribe una y otra vez sin obtener respuesta- la autorizan a crearse y recrearse en la escritura, a adquirir entidad como intelectual, como amante también, en su universo íntimo, privado. Eruditas, de gran exquisitez en la radiografía intelectual y sentimental del mundo, son cartas sumamente conmovedoras, llenas de matices. El interlocutor es visto siempre como algo difuso, inaprehensible -fantasma se lo llama- y el yo se siente borrado, desdibujado, fantaseado, no real a la mirada del amante –«Querido amigo: no soy una imagen, la hoja de un álbum, una vela al viento»- (el fantasma también aparece a la inversa en las cartas de Valéry). El sujeto deseante quiere reafirmar su identidad, pero se sabe segunda, subalterna, secundaria: «tú que eres todo lo que yo no seré, pero todo cuanto puedo ayudar a ser». Aún así le dice que solo con ella él estará completo -el propio Valéry confirma esa incompletud sin ella en la carta del 20 de noviembre d 1920-. Con suma perspicacia habla también Pozzi de un «presente posible» sin confiar en futuros, en destinos -tal vez porque se presienten aciagos, como en los poemas-. Aunque admira la parte intelectual, de pensamiento del otro, Pozzi afirma que no tiene lucidez para entenderse a él mismo y que a lo que escribe Valéry le falta la emoción, el genio, la parte humana más allá del dominio de la forma y su aquilatamiento -que ella sí es consciente de poseer-. Insiste en la corporalidad, en lo humano, en lo carnal más allá del juego intelectual que ella también maneja y domina, pero es estéril sin la otra parte. Ella se debate entre el ardiente deseo y se vale de la eterna paradoja del «morir de amor», ese «maravilloso paraíso de sangre y alma». No en vano la mística planea todo el tiempo y es uno de los temas que saca Valéry en las cartas -la experiencia interior solo está en la mística, dice Bataille-. En la carta fechada el 5 de noviembre de 1920 cataloga Pozzi ese amor como hecho de amistad y dulzura y sugiere una compenetración intelectual, un diálogo donde está lo físico y está también lo espiritual. «La inestabilidad es la esencia de los seres», dice Valéry y ciertamente su yo se manifiesta en las cartas mucho más inestable que el de Pozzi. Se lee a un neurasténico, a un sujeto melancólico atrapado en el duelo del amor y por momentos incapaz de actuar. Valéry sigue escribiendo a su amante, incluso cuando no obtiene respuesta, cree que sus cartas no son leídas o son leídas con venganza. Después de conocer el amor, no encuentra en nada distracción ni alivio. Al final confiesa estar desanimado de amarla, no la reconoce, le parece un fantasma también. Todo queda en humo, como confiesa Valéry tras la quema de las cartas a Renée Vautier, pero permanece la escritura; en ella leemos la impronta de un diálogo amoroso y una conexión mental extraordinarios.


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CATHERINE POZZI  (1882-1934) fue narradora (Agnès), ensayista (Peau d'âme), diarista (Journal 1913-1934) y poeta (El doble exilio, 2018, Animal Sospechoso). La mayor parte de su obra fue publicada póstumamente. Mantuvo una larga relación epistolar con Paul Valéry. 


MARÍA JOSÉ BRUÑA BRAGADO (Zamora, 1976) es profesora titular de la Universidad de Salamanca. Ha publicado los ensayos críticos Delmira Agustini. Dandismo, género y reescritura del imaginario modernista (Peter Lang, 2005) y Cómo leer a Delmira Agustini: algunas claves críticas (Verbum, 2008), así como junto a Valentina Litvan, la antología Austero desorden. Voces de la poesía uruguaya reciente (Verbum, 2011). Asimismo, ha publicado una treintena de artículos a propósito de la escritura neobarroca (Severo Sarduy, Néstor Perlongher, Roberto Echavarren, Marosa Di Giorgio), poesía de entresiglos, especialmente de mujeres (Delmira Agustini, Renée Vivien, Rachilde) y narrativa argentina, uruguaya y chilena de finales del siglo XX y comienzos del XXI (Cristina Peri Rossi, Roberto Bolaño, Diamela Eltit, Luisa Valenzuela, Fogwill). Ha publicado la edición crítica Todo de pronto es nada (Ediciones Universidad de Salamanca, 2015) de la poesía de Ida Vitale, XXIV Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y XIII Premio Federico García Lorca de Poesía.


MISAEL RUIZ (Bruselas, 1960) es autor de los libros de poesía El hueco de las cosas (Trea, 2010) y Todo es real (Pre-textos, 2017; premio Antonio Oliver Belmás). Ha traducido y editado la poesía de R.S. Thomas (Trea, 2008), Wilmer (Vaso Roto, 2011), George Herbert (Animal Sospechoso Editor, 2014, en colaboración con Santiago Sanz; premio de Traducción Ángel Crespo, 2015) y Catherine Pozzi (Animal Sospechoso Editor, 2018).


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