Lauren Mendinueta / Una visita al museo de historia natural
Lauren Mendinueta |
«Escribo para acostumbrarme a vivir» nos dice con desolada resignación Lauren Mendinueta en un poema, como un eco lejano de la ambición de Henri Michaux al decir que escribía para recorrerse, apuntando a uno de los ejes de su propia poética, el cual se encuentra limitado por un lado por la constatación de la extrañeza y por el otro, por la necesidad de reconocerse. De allí que sus poemas estén signados por viajes imposibles, fotografías veladas, recuerdos inasibles, pero también por la búsqueda de un país que le duele y se le escapa y de un cuerpo que descubre y la interroga, siempre movidos por esa sed de encontrar en el poema una verdad, aunque sea inasible y efímera, pero verdad al fin y al cabo.
Su trabajo poético es uno de los más interesantes, personales y conmovedores de la reciente poesía colombiana, convirtiéndola en una de sus voces principales.
MECANISMOS: En el prólogo a la antología que acabas de publicar en Animal Sospechoso, Juan Pablo Roa escribe que la poesía es –o puede ser– una «destilación de la experiencia vivida por medio de la escritura» e, idealmente, una «experiencia aumentada por la reflexión» ¿Hasta qué punto se ajusta a tu poesía?
LAUREN MENDINUETA: Juan Pablo Roa es un poeta, y por supuesto, un lector muy agudo, supo captar en su prólogo la esencia de mi poesía. Para mí escribir es un camino o, mejor, una búsqueda de un camino posible. Desde luego, no podemos prescindir de las experiencias mientras escribimos. Ellas son, en cierto sentido, la materia prima de la escritura, pero en mi poesía la anécdota biográfica tiene poca importancia. Como dice Juan Pablo puede ser una «experiencia aumentada por la reflexión». Sin embargo, lo que a mí me interesa es hurgar en las heridas y sanarlas. En otras palabras, aunque reflexione, en mi poesía busco más el corazón que la mente. Y en ese camino me permito la licencia de confundir la experiencia con la imaginación, me dejo conducir por los caminos por donde me arrastra la sangre.
MECANISMOS: ¿Qué importancia tiene el exilio en tu poesía?
LAUREN MENDINUETA: En realidad no lo sé. Ya escribía poesía cuando vivía en Colombia. El exilio es una condición muy dolorosa para mí, aunque reconozco que soy bastante feliz en Lisboa. Uno nace en un país y lo ama, incluso si ese territorio está marcado por la violencia y la injusticia. Antes de vivir aquí, Portugal era para mí un puñado de poetas, un fado de Amalia, una página de mi atlas, nada más. Quince años después Portugal se ha tomado para mí una importancia vital, pero mi añoranza de Colombia es como un pozo sin fin.
MECANISMOS: Realizas una intensa labor de difusión de la poesía colombiana en Portugal. ¿Qué autores señalarías como más afines a tu propia obra?
LAUREN MENDINUETA: Cuando llegué a vivir a Portugal la poesía colombiana era una completa desconocida. Por suerte he contado con la complicidad de amigos y amigas para cambiarlo un poco. Por ejemplo, fue gracias al entusiasmo de Germán Santamaría, un escritor colombiano que fue embajador en Portugal durante 6 años, como pude preparar y publicar Un país que sueña. Cien años de poesía colombiana. Un libro que tiene un lugar importante en la historia editorial lusa porque fue la primera antología poética de un país latinoamericano, distinto de Brasil, publicada en Portugal. También me correspondió a mí compilar y prologar a Álvaro Mutis, a Juan Manuel Roca y a la joven poeta María Gómez Lara. Incluso pude participar en la traducción al portugués de nuestra gran novela de la selva, La vorágine de José Eustasio Ribera. A esto puedes sumarle mi mediación para publicar poetas más recientes en revistas literarias. Y por supuesto, la organización de lecturas y conferencias en torno a la poesía de mi país. Otro amigo que me ha ayudado a darle visibilidad a la poesía colombiana ha sido el poeta Nuno Júdice, he contado siempre con él como traductor cómplice de todos estos proyectos.
En cuanto a las afinidades, tengo que decirte que son muchas, pero la tradición que me es más cercana es la de la poesía escrita por mujeres en Colombia. Me gusta imaginar que mi poesía existe porque antes escribieron mujeres como Laura Víctoria, Meira Delmar, Maruja Vieira, Emilia Ayarza, Dora Castellanos, Maria Mercedes Carranza, Anabel Torres o Piedad Bonett, a ellas, y a otras mujeres poetas, me siento muy cercana.
MECANISMOS: En tu poema «Lo que en verdad pesa» el yo del poema afirma de modo explícito que la poesía te salva del «verdugo» y de tu «carga». ¿Es eso así fuera del poema? ¿Hay un fuera del poema o está todo en el poema?
LAUREN MENDINUETA: Me alegra que menciones ese poema porque escribirlo fue un proceso muy doloroso y sanador, al mismo tiempo, representa la elaboración de un duelo. Lo escribí por necesidad. Lo que dice es real. La poesía me salvó del verdugo y aligeró mi carga, literalmente. ¿Esto quiere decir que poema y vida son uno para mí? No siempre, por suerte. Sin duda hay un afuera, que es lo que hace posible el viaje. Me gustaría poder ir con las palabras desde ese afuera de la conciencia cotidiana, hasta la conciencia que verdaderamente ve el fondo de la realidad.
MECANISMOS: Muchos de los poemas de tu libro Una visita al museo de historia natural –en especial la tercera sección– giran en torno a la memoria. Sin embargo, uno de tus versos dice que «no sirven para nada». ¿Es el retorno inevitable y, a la postre, inútil?
LAUREN MENDINUETA: Bueno, ese verso se refiere a algo concreto, a un muelle que fue muy importante, el Muelle de Puerto Colombia. La ciudad en la que vivió parte de su niñez mi abuela paterna. Me impresiona que ese muelle que, a finales del siglo XIX y principios del XX, fue fundamental para el progreso económico y cultural de mi país se haya deshecho en pedazos, tan sólo algunas décadas después de quedar en desuso. Cuando escribí el poema el muelle estaba partido en cinco partes. Hace menos de dos años fue demolido por completo.
La memoria de ese poema le pertenece a mi abuela Mercedes, porque ella solía contarme de esos grandes barcos que ella veía atracar en el puerto; me hablaba de las personas, de los discos, de los libros que llegaban en esos barcos. Así que su memoria pasó a ser parte de la mía, también. Pero ¿de qué sirve recordar el muelle imponente que conoció mi abuela? ¿O esa ruina majestuosa que conocí yo? Hoy no existe ni una cosa ni la otra. El muelle fue demolido.
MECANISMOS: Quizás pudiera describirse el estilo de tu libro como conversacional y más descriptivo de estados anímicos que sintético. ¿Intuyes en ellos una cierta vena narrativa aún por explotar?
LAUREN MENDINUETA: No tengo idea de hacia dónde va mi poesía. Lo cierto es que me siento absolutamente libre cuando escribo, no me interesan los estilos, ni me preocupa la forma que tomará el poema. El poema a veces es reflexivo, a veces contemplativo, a veces más narrativo. Mi única preocupación es que que sea auténtico, que responda a una experiencia interior.
MECANISMOS: Haces referencia explícita a la violencia como un trasfondo que lo empaña todo. Ese contraste con la felicidad pasajera es lo que vuelve inquietante poemas como «Aquí y allá» o, de modo más enfático, «Motivos de exilio». ¿Se mezclan aquí la metáfora con la biografía? ¿Se vuelve la biografía metáfora de una realidad que la trasciende? ¿No te parece que se trata de un punto que por momentos trae a la memoria el desencanto de María Mercedes Carranza?
LAUREN MENDINUETA: La violencia ha sido una presencia constante en la historia de mi país, y por su puesto también en mi biografía. En mi familia hemos sufrido desplazamientos forzados, secuestros, asesinatos, y otras atrocidades. Durante años viví en un territorio especialmente asolado por los conflictos armados. Digamos que sé lo que significa vivir con la amenaza presente de la muerte violenta. Aquellos rastros de la violencia que aparecen en mi poesía son pálidos reflejos de una realidad que permanece y me duele profundamente.
Conocí a María Mercedes Carranza en Barranquilla en 1999. Ella estaba invitada por la Universidad Metropolitana para leer su libro El Canto de las moscas. Una bellísima compilación de veinticuatro poemas sobre masacres y otros episodios violentos que acontecieron en Colombia a finales del siglo XX. Recuerdo que la sala estaba repleta. He asistido a muchos recitales en mi vida, pero en ningún otro he sentido un silencio tan hondo. Los poemas que escuchamos aquella tarde le dolían a ella, pero también dolían en quienes la escuchábamos leer. Yo vi surgir espontáneamente una gran complicidad entre la poeta y su público. Sólo recuerdo que la percibí como una mujer que sufría, muy formal en su trato, muy inteligente, también. Desde entonces he sido su lectora y la reconozco como una autora imprescindible dentro de la tradición en la que me inscribo.
MECANISMOS: En la última parte de tu libro, la voz del poema parece aceptar con serenidad la escisión entre su pasado, su infancia, y el país donde la vivió. Parece exhalar una paradójica nostalgia alegre. ¿Supone una resolución a esa ruptura?
LAUREN MENDINUETA: En esa parte del libro yo quería explorar el recuerdo de mi familia en los años de mi niñez y adolescencia, justo antes de dar el salto hacia la edad adulta. Un salto que yo di bastante temprano, cuando fui madre por primera vez a los dieciocho años. Soy la hermana mayor, de alguna manera, tenía una posición privilegiada porque estaba desde el principio, por decirlo de alguna manera. Guardaba más memorias de mi familia que mi hermana o mis hermanos. Tuve una infancia bastante feliz hasta los diez años, después asesinaron a mi abuelo paterno y todo cambió en la familia. Mi país más íntimo se quedó anclado en un pasado doloroso, en una casa abandonada, en el recuerdo de una familia que jamás volvió a reunirse porque elegimos caminos diferentes, países diferentes, incluso. Esa tercera parte del libro es mi manera de decirnos adiós, de pasar esa página de nuestra historia familiar.
MECANISMOS: «En tierra de nadie», son las últimas palabras de tu libro. ¿Podrían haber sido también su título y, en cierto modo, su síntesis? ¿Escribir poesía es arar en el mar?
LAUREN MENDINUETA: Muchas veces he reflexionado sobre la utilidad de la poesía y mi pensamiento suele ir siempre en la misma dirección, el de la respuesta más íntima. Para mí ha sido útil escribir. Sé que incluso hay una parte minúscula de la psiquiatria que investiga, con resultados promisorios, el uso terapéutico de la escritura y del poema en particular. Entonces eso me hace pensar que podría tener una utilidad más allá de lo íntimo. La poesía responde a nuestro deseo de trascendencia, como las religiones o la espiritualidad, de eso no me cabe la menor duda.
El año pasado, en marzo, cuando empezábamos la experiencia de vivir inmersos en una pandemia, volví a sentir la urgencia de escribir poesía, porque para mí es una manera elaborar mis duelos, como te dije antes, pero también es mi espacio de reflexión. En esos primeros meses del confinamiento encontré un libro de Reyes Adorna y Jaime Covarsí titulado Poesía terapéutica. Para mi sorpresa los autores proponen los versos de un poema mío, «La torre de Marfil», para realizar uno de los ejercicios del libro. No puedes imaginar mi alegría cuando lo encontré. En ese momento pensé: «es posible que mi poesía también pueda ayudar a otras personas». Me sentí enormemente reconfortada por esa posibilidad.
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Una visita al museo de historia natural
Un esqueleto. Un dinosaurio. Un fósil.
Una piedra también me interesa.
Largos corredores,
lámparas de luz fosforescente y fría.
Un meteorito. Un cuarzo gigante.
Otro fósil.
Una sala detrás de otra.
Todo antiguo y novedad.
Y sin esperarlo
mi propio rostro me sorprende.
¿Ya tengo edad
para encontrarme en una vitrina?
Fosilizada, pero no sola.
Gentes que me fueron familiares,
amores que no volverán,
todo grabado en piedra.
Como de otro planeta,
todo.
El amor, como un dinosaurio,
fosilizado.
El amor como un animal extinto:
familiar y extraño a un tiempo.
Todo tan doméstico y lejano,
tan de otros ámbitos y, sin embargo,
como si perteneciera al museo.
El reflejo de mi rostro en la vitrina iluminada,
su gesto sorprendido,
y en mí,
los deseables estragos del tiempo.
Más extraño que el paraíso
¿Qué se me dio en propiedad?
Ni siquiera el cuerpo
que brotará generoso de la tierra.
De la niebla de la nada
a la adquisición del universo
¿dónde estabas, Dios mío?
Estoy entregada
a la más despiadada indiferencia.
Bebo un vaso de agua que anticipa
mi futuro verdor.
Seré perfección
cuando nada quede en mi lugar.
Lo que nunca cambiará
Para ti, querida Hna. Raquel
Me invitaste al viaje porque necesitabas cambiar de aire,
y aunque no lo admití también a mi cuerpo le urgía respirar algo distinto.
Tú nunca fuiste buena al volante,
pero confiabas más en tu ineptitud que en la pericia de los otros.
«Al menos yo conozco mi defecto», decías.
A las seis de la mañana un sol todavía indulgente
nos encontró del otro lado del río, acercándonos a la Ciénaga.
No quisimos desayunar en el camino. Hicimos mal.
Nos perdimos las arepas de huevo y el café con leche humeante.
El viaje transcurría sin sobresaltos,
algunos baches en la carretera, nada serio.
A las siete y cuarto, el choque. No tuve tiempo de volver a mirarte.
El pasado daba vueltas en mi cabeza
y las voces se confundían con el chirrido de los neumáticos.
«¿Las voces de quién?», me preguntó la psiquiatra.
«Mis voces», respondí.
Una ambulancia nos devolvió juntas a Barranquilla.
Todavía te reprocho que me hayas dejado sola,
también yo necesitaba salir,
como tú ese día habría elegido el gran viaje.
A veces paso por tu nueva casa y te cuento anécdotas.
No todas son ciertas.
Me gusta imaginar que te ríes, que disfrutas mis fantasías,
mis historias sin pies ni cabeza.
«Si hubieras estado allí todo habría sido diferente», suelo decirte.
Tu rostro en el recuerdo ha dejado de parecerse a tu rostro de las fotos.
Lo que nunca cambiará es mi deseo de que salgas de la tumba
para pedirme que vuelva a acompañarte.
Aquí y allá, en el recuerdo, en la realidad
Para Ricardo y Dinorah Nieto
Cuando miro hacia atrás,
hacia los años primeros de mi juventud,
veo El Danubio, la finca de mis abuelos, sus naranjales, el arroyo,
la capilla en la que no se casó nadie,
el pozo, la sierra,
el gato montés con sus ojos esmeralda,
la gruta,
el murciélago muerto que enterré con mis primos,
la mecedora de mi abuela en el portal de la casa.
Detrás de todo eso
-enloquecida, irritada, resuelta-
la violencia, siempre ella,
corriendo hacia nosotros
como una yegua desbocada.
El país que ya no es mío
Breve descripción del país que fue mío:
primero estaba el jardín,
después estaba la casa y otra vez el jardín.
Y nosotros en el centro de todo,
mis padres, mis hermanos,
nuestros inocentes crímenes y yo.
La casa con sus muebles y libros
todo lo guardaba.
Y alargando la mano hacia nosotros
estaba el mundo
–sólo mis padres parecían notarlo–.
De tarde en tarde,
para olvidar el canto de los pájaros en celo,
yo me recostaba sobre una manta y leía.
El brillo de esos cantos permanece.
La culpa que late en un costado del corazón,
permanece.
Jardín. Casa. Jardín.
Ese país ya no es mío.
Tierra de nadie
Atrás quedaron el jardín y la casa,
ese territorio irremplazable,
ese país que ya no es mío,
mi única patria.
Los años poco fueron dejando:
un álbum familiar anclado en un imposible presente,
evidencias de una familia
que suele reunirse en fotografías y poemas.
Seis soledades, con sus seis soles,
que han de conocerse y desconocerse siempre.
Ahora que yo misma me he convertido en madre
el pasado me visita con la delicadeza de un látigo.
¿Dónde he de tender mi manta para recostarme a leer?
En mi pecho el corazón se abre y se cierra
como una flor espléndida en tierra de nadie.
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