miércoles, 3 de noviembre de 2021

  

Rodolfo Häsler / La lengua del lobo






© Daniel Mordzinski                                                                                                                                                    Rodolfo Häsler

























«Pensamiento, lenguaje y escritura manchados por los colores se aprietan en un nudo irresoluble». Así se expresaba, a comienzos del siglo XXI, Rodolfo Häsler (Santiago de Cuba, 1958, residente en Barcelona desde los 10 años) en la antología de poetas catalanes en castellano Por vivir aquí (Bartleby, 2003). Se situaba, así, entre los autores que, entre las opciones que se abrieron paso a partir de los años ochenta, década en la que se datan sus primeros libros, orientaron su obra hacia la búsqueda y la indagación en el lenguaje y sus límites, en su mestizaje con otras artes, sobre todo con la pintura.

Lengua de lobo es su décimo libro de poemas y en él concentra no sólo los ingredientes que apuntaban en aquella poética, sino una decidida vocación cosmopolita. Un verso dúctil y musical, preciso, casi coloquial a veces pero no privado de rasgos metafóricos da forma a unos poemas equilibrados, en algunos casos largos e inquietantes, en los que misterio y realidad, memoria y emoción se concentran avivando la experiencia del viaje y fundiendo escenarios del presente con las luces y las sombras del pasado. Arquitecturas, paisajes, pinturas, calles, hoteles decantan un universo sin fronteras aunque con nombres propios, un palimpsesto de cultura y sensibilidad hecho de experiencias y procesado por una mirada crítica y emocionada a la vez.

Es un libro de recapitulación, de balance de una vida edificada en relación con la experiencia artística y viajera. El padre, pintor reconocido (el suizo Rudolf Häsler), la infancia deslumbrada por el color y la forma y por cuanto rodea a las artes plásticas, estancias en lugares en los que se vive al límite («la mirada se dirige a los desahuciados, / pero no olvides que Gaza / es un chasquido de ceniza») o marcados por la huella imborrable de artistas universalmente reconocidos (el Café Odeon de Zweig, en Zúrich, el Walter de Umberto Saba, en Trieste) o convertidos en símbolos de una Europa amenazada por el fantasma de la guerra en el fin de siglo como Sarajevo («mientras todos fuman la colilla / de la traición, / la lámpara azul de Bosnia / es una gota de sangre / pegajosa»). La poesía como viaje interior y como lámpara de verdades colectivas. Lengua de lobo es un libro extraño, ambicioso, poliédrico.

Manuel Rico







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Una tarde,

siguiendo el rastro de un espectro,

entré en el museo, suelo ajedrezado y paredes carmín

juegan con las sombras por las esquinas,

me dijo, ¿dónde estuviste

todo este tiempo?

Iba de una sala a otra, de los simbolistas

a la flor de cera de Redon

sobre la que no pretendo dar explicaciones,

el tallo azul ultramar, 

la flor crece visiblemente

hasta invadir la estancia.

Esta situación podría no existir,

ser parte del mundo que hace mucho

me atrapó.

En el centro acecha la ansiedad,

la visita al caparazón del erizo

junto a una estrella de mar,

una enredadera envuelve

el recuerdo que impide el sueño,

pétalos se abren en las marcas del pincel,

la sala donde espío a Redon

es la espina del erizo que se hunde en la carne,

una vida bárbara

perdida en la amargura del espejo,

y por consecuencia,

despertar, despertar.







La aparición de la sangre

indica el daño,

seguir con vida después del hundimiento,

por supuesto, para poderlo contar,

viene de lejos,

un lugar verde y lluvioso

donde el hierro es húmedo 

y las flores no tienen olor,

vive tranquilo en un recodo,

y su intención es borrar fronteras, 

no jurar, volver al regazo,

se alimenta de de la sopa boba, 

de la nada ninguneada,

insiste en andar, seducido por el otro,

jugándose a los dados 

el tacto olvidado, 

esfuerzo que se aleja en un suspiro,

algunas palabras justas que crecen

en lengua española, paternal alemán,

excelente francés que usa cuando quiere,

en un instante desaparece en el aire

y una isla sigue a otras más lejanas,

Azores, Flores, Terceira, Santa María,

en la incierta nebulosa, sin alma, sin alma,

nunca volver, aunque esté allí,

nunca volver sin alterarse, azufre, estatua de sal 

por si mira atrás,

ya se sabe,

aunque vuelva, deja su acento atrás,

su marca del nacimiento

de delicada habladuría.







Insiste en acercarse a la bestia,

hay que seducirla poco a poco,

no debes tocarla, quema,

abrasa la yema de los dedos,

no bastan lágrimas,

beberás su sangre, beberás la sangre

de los sueños congelados,

entra con un machete

en la pulpa de la ansiedad,

en el vientre, con ahínco,

cepíllale la crisma,

entre el pelo ralo y el ojo

sentirás la dimensión del espanto.







Se despierta con una manzana de oro

en la mano, los ojos entornados

dejan ver que se trata

de un hecho extraordinario,

en la fisura de lo real, a veces

te puede tocar,

pero hay que saberlo sentir,

día a día, con dedicación

la manzana es pesada

y deja un rastro de escozor

como si fuera de arena

o un narciso que late en el corazón,

un geranio en un libro de Baudelaire,

eso es, un deseo o una aspiración

que por su densidad pudiera hundirte,

desconoce el final,

sólo confía en que los días transcurran

junto a la fruta aparecida,

un corte en la voz

para enmudecer, o decir a medias

si de repente se tercia,

pero el objeto, de tan bello,

es envidiado,

y aunque invite a la caricia,

es imposible hincarle el colmillo,

corazón de semillas doradas,

hacia qué lado emprender el camino,

cómo consumir su carne

y recibir la sanación.







Abre una caja de bombones Läderach,

los mismos que de niño devoraba,

chocolatier suisse consuela de la pérdida,

ese instante que golpea la mente

permitiendo la disolución,

un tiempo para saborear

mientras el cacao se funde en la lengua,

pistacho, almendra, miel,

comentando los segundos 

de bienestar, miel de bosque

domina la pérdida,

un estuche blanco, rasgar la cartulina rugosa

y descubrir el orden, 

miel, después mantequilla de Emmental, avellana,

colores en crescendo, cereza del Ticino,

más encarnado no hay,

la identidad ligada a la elección,

mastica un trecho de vida,

uno, uno y después el siguiente,

dice la madre, por venir de donde viene,

la disolución en el placer

provoca la enajenación,

quizá iba para niño burgués, 

ciudadano de un vacío que se evade

en cada mordisco, sin supervivencia,

pequeño niño helvético

perdido, perdido por el sabor

del arándano, chocolatier suisse

en cuyo envoltorio hay un verso de Rilke,

insólito no seguir deseando los deseos,

nuevo horizonte, sin definición, 

leve cacao, miel, praliné

que atrapa el paladar

hasta la perdición.







Observa a diario trabajar al pintor,

el pincel barre el abismo,

entra en un rectángulo morado, un refugio

donde la mano busca lo intocado,

bien al fondo, el centro de un color inalcanzable

como el latido del corazón,

recuerdo de la primera infancia

en el taller, limaduras de cobre

y polvo de esmalte guardado en frascos,

tubos de colores que en los dedos

señalan lo que se ha ido cumpliendo,

el ala de una mariposa verde

cuyo peso no le permite volar,

los libros de arte, las fotos, 

me invitan a seguir pasando páginas

del Masaccio, cada cuerpo un color

escondido en una cajita de pinceles chinos,

tesoros prohibidos como el tacto

de las telas, nudos, hilos sueltos

que hilvanan el amor,

y pensar que se quedó dormido,

qué hacer con el pétalo seco

que se pega a la garganta,

un consejo que aparece 

en el color naranja, una casa junto al mar

y el bramido de las olas se fijan

al bastidor de un cuadro expresionista,

investiga, busca la grieta de la salida, 

el ojo atento a un gran alumbramiento.








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RODOLFO HÄSLER (Santiago de Cuba, 1958) reside en Barcelona desde los diez años. Estudió Letras en la universidad de Lausanne, Suiza. Es autor de los libros de poesía Poemas de arena (Editorial E.R., Barcelona, 1982), Tratado de licantropía (Editorial Endymión, Madrid, 1988), Elleife (Editorial El Bardo, Barcelona, 1993 y Editorial Polibea, Madrid, 2018, premio Aula de Poesía de Barcelona), De la belleza del puro pensamiento (Editorial El Bardo, Barcelona, 1997, beca de la Oscar Cintas Foundation de Nueva York), Poemas de la rue de Zurich (Miguel Gómez Ediciones, Málaga, 2000), Paisaje, tiempo azul (Editorial Aldus, Ciudad de México, 2001), Cabeza de ébano (Ediciones Igitur, Barcelona, 2007 y Ediciones El Quirófano, Guayaquil, 2014), Diario de la urraca (Huerga y Fierro Editores, Madrid, Editorial Mangos de Hacha, Ciudad de México, y Kálathos Ediciones, Caracas, 2013) y Lengua de lobo (Hiperión, Madrid, 2019, XII premio internacional de poesía Claudio Rodríguez).

Ha traducido la poesía completa de Novalis, los minirelatos de Franz Kafka y una selección de Anthologie secrète de Frankétienne. Es autor de la antología poética El festín de la flama de la poeta boliviana Blanca Wiethüchter.




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