martes, 23 de agosto de 2016

El espacio en Rilke / Santiago Sanz                                                                     



La Dame à la licorne (detalle)




























«Dejaron siempre espacio»
(Sie liessen immer Raum)
Rainer Maria Rilke


Desde que Platón expulsara a poetas y artistas de su república ideal, éstos no han cejado en su empeño, consciente o no, de recobrar su lugar en ella. Al margen de las razones que llevaron al filósofo griego a planteamiento tan drástico –la insidiosa presencia de los afectos y las pasiones en las artes, el deseo de proteger de su influjo a la juventud ateniense y, en última instancia, el celo por preservar la pureza de la filosofía como clave para el conocimiento de la verdad-, lo cierto es que una parte no desdeñable de la mejor poesía occidental ha discurrido siempre muy próxima al venero platónico sin, paradójicamente, aceptar la condena del maestro.

Aunque es sobre todo a los excesos de la poesía trágica a los que Platón dispara sus dardos, parece que lo que de veras le preocupa es que poetas y artistas se inmiscuyan en la tarea del filósofo y acaben por suplantarla o desvirtuarla. Lo que quizás no supo ver o anticipar Platón es que la poesía y las artes dan a menudo respuesta, por otras vías, a las mismas preguntas que se hace el filósofo, y aspiran a lo mismo que él. Si en el famoso verso de Hölderlin -«mas lo permanente lo instauran los poetas»sustituyéramos «poetas» por «filósofos», no nos costaría creer su atribución a Platón. Heidegger, seducido por dicho verso, viene a decir que lo permanente ya es, no necesita de instauración alguna, y que es su pervivencia, su protección, lo que está «confiado al cuidado y servicio de los poetas». Heidegger reviste al poeta de una dignidad sacerdotal, la propia de quien vela, cual vestal, para que no se apague el fuego divino. Y si en Platón van de la mano la filosofía y el gobierno de la polis, en Hölderlin el ejercicio de la poesía lleva aparejada una dimensión sacra y, en último extremo, también social. Existe pues, ya desde los orígenes, una comunión de intereses entre poetas y filósofos.

La noción de «lo permanente» tal y como la emplea Hölderlin parece fundamentalmente temporal: lleva larvada una dilatación en el tiempo susceptible de diversas interpretaciones y no necesariamente ajena a un anhelo de trascendencia, sea cual sea el sentido íntimo que se le dé a este término. Sin embargo, resulta sorprendente la frecuencia con que ese anhelo se manifiesta en los poetas, en algunos al menos, con palabras e imágenes alusivas al espacio, no al tiempo, como si ambas categorías no fueran para ellos sino una y la misma. Esa coincidencia o intimidad entre el espacio y el tiempo bien podría deberse a un fenómeno relativamente sencillo de entender o, si se quiere, específicamente humano: si, como sostiene Spinoza, «todo ser, en la medida en que es, se esfuerza por perseverar en su ser», no es de extrañar que dicho deseo (conatus) de permanencia se exprese en términos de tiempo: el hombre, las criaturas, querrían vivir más. Ahora bien, el planteamiento de Spinoza es universal, platónico de hecho; no tiene en cuenta o hace abstracción de las circunstancias y necesidades de esos seres de los que habla; y es precisamente la radical individualidad de cada ser -la del poeta en grado sumo- la que a menudo halla cauce en palabras y enunciados espaciales. Simplificando, quizás en demasía, es como si el cuerpo prevaleciera incluso al dar voz a los afanes del espíritu. En el libro X de Las Confesiones san Agustín escribe: «Ni siquiera yo mismo entiendo todo lo que soy (…) la mente (animus) es demasiado estrecha (angustus) para contenerse a sí misma». Y en otro pasaje del libro I, se sirve de nuevo, al invocar a Dios, de esa imagen de angostura –término que en castellano, curiosamente, significa también tristeza-: «La casa de mi alma (anima) es demasiado angosta para ti: ¡ensánchala!». El hombre en su soledad, en sus estrecheces, pide espacio. Espacio es asimismo el ámbito por excelencia de la libertad; de espacio, de holgura, hablan los hombres y los pueblos cuando sienten la suya constreñida, desde el «hazme sitio» o «me ahogo» al ominoso «espacio vital» (Lebensraum) del expansionismo nacionalsocialista.

El texto citado de san Agustín es interesante por muchos conceptos. La exigencia de espacio, de margen, nace necesariamente de una conciencia de limitación, de una percepción íntima de la insuficiencia de la realidad y de uno mismo. La poesía y la filosofía intuyen de modo privilegiado la capacidad humana de tornar esa limitación en ventaja. Si Schelling habla de las tinieblas y del caos como intrínsecamente convenientes para el hombre, que es quien ha de traer la luz, el orden y la forma, François Villon se expresa en términos más inmediatos, menos conceptuales; ya no habla de espacio sino de bosques:

                       La necesidad hace a la gente desviarse
                       y hace salir de los bosques al lobo [1] 
        
Pero ambos aquilatan la misma idea, una idea que, cual filosofía perenne, recorre occidente desde antes de los griegos hasta más acá del Romanticismo: a saber, que la actividad más propia e intrínsecamente humana, y también la más noble, es la de saber abrirse y darse espacio, la de ir, literalmente, más allá. Actividad peligrosa, sin duda: el lobo nunca es tan vulnerable como cuando se aventura fuera del bosque, pero como nos recuerda de nuevo Hölderlin en Patmos:

                      Cerca está
                      el Dios y difícil es captarlo.
                      Pero donde hay peligro, crece
                      también lo que salva.[2]                         

La exigencia de espacio en la poesía europea se presenta a menudo más como reconquista de una plenitud perdida que como adquisición de un firmamento nuevo. O, dicho de otro modo, el poeta suele ir a buscar el espacio que anhela al pasado, ya sea el suyo propio –con frecuencia la infancia- o un tiempo a caballo entre la historia, la religión y el mito. El anhelo es, sobre todo, añoranza. San Agustín busca a Dios en un espacio íntimo, el de su propia memoria, allí donde sabe que Dios habitó un día: «¿En dónde permaneces en mi memoria, Señor? (…) ¿qué habitáculo (cubile) te has construido para ti en ella?, ¿qué santuario te has edificado?» (Conf. X, 36). La elección del ambiguo término cubile es un golpe maestro: invita a imaginar un Dios esquivo o temeroso del hombre, oculto en su guarida precisamente para que no lo encuentren. El empleo de «dónde» (ubi) permite incluir esta confesión dentro del tópico latino del ubi sunt, pero esta vez no para evocar a los muertos o su paradero, sino para recordar dónde se halla la vida. 

Veamos ahora algunos ejemplos estrictamente poéticos de esa anagnórisis platónica en la que la plenitud no es más que «recuerdo» o «reconocimiento». Juan Ramón Jiménez, en su poema en prosa Espacio (1941), hace de su Moguer natal, no siempre nombrándola, el espacio de su felicidad primera, de su integridad perdida. Su tierra de promisión es su pasado, y su horizonte un lugar más que un tiempo: «y mi nostaljia, como la de la luna, es haber sido sol de un sol un día y reflejado sólo ahora». La nostalgia se hace morriña en Juan Ramón: «de vuelta a mí, sonrío volviendo ya al jardín abandonado»; el tiempo y el espacio se vuelven uno, «una doble y sola realidad». Juan Ramón Jiménez va probablemente más allá que ningún otro en la expresión poética de esa convicción íntima: «grande es lo breve», escribe en Espacio, ceñido aforismo en que se adunan ambas categorías. O, más prolijamente:

«En medio hay, tiene que haber un punto, una salida; el sitio del seguir más verdadero, con nombre no inventado, diferente de eso que es diferente e inventado, que llamamos en nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo, pero que no lo es, y que sabemos que no lo es, como los niños saben que no es lo que no es que anda con ellos.»

En apenas cinco líneas Juan Ramón Jiménez desestima como lugares comunes los nombres de la trascendencia –los nombres divinos- para quedarse tan solo con el balbuceo de espacios innominados («un punto, una salida…»), promesa, sin embargo, de permanencia: «el sitio del seguir más verdadero». Y ese lugar sin nombre tiene que estar en medio, no al final como en la escatología de las religiones. En cierto modo, Juan Ramón Jiménez contesta a Dante al referirse a un lugar más que a un tiempo. Si Dante celebra con júbilo el final del tiempo y el advenimiento de la eternidad -«el momento en que se cierre la puerta del futuro»[3]-, cuando por fin se podrán ver las cosas con claridad y no con «mala luz», Juan Ramón pone el acento en la inmanencia, en la existencia de un punto en el espacio preñado de futuro.

Y al final del pasaje citado, con la modestia de un símil, aparece el magisterio de la infancia -«…como los niños saben…»-, la mirada limpia del niño como lugar al que ir o volver. Con ese sentido precisamente dijo Baudelaire que «el genio es la infancia recobrada a capricho».[4] ¿Y por qué esta presencia permanente de la infancia en Juan Ramón Jiménez, Baudelaire y tantos otros? Pues porque en ella reside esa unidad primera, astillada después: «lo que tenemos roto, desunido», escribe en Espacio. Y ese desgarro es, con toda probabilidad, el origen de la inquietud que le atenaza: «esta inquietud tan fiel que reina en mí, que no es del corazón, ni del pulmón, ¿de dónde es?». ¿Es concebible la poesía de Juan Ramón sin esa conciencia clara de desplazamiento, de alienación, de estar fuera de lugar?

Rilke ni siquiera necesita de realidad alguna en uno de sus sonetos a Orfeo (1923), en concreto el dedicado al Unicornio: 

          Este es el animal que no existe. Aunque ellos
          no lo sabían y, como fuera, lo amaron
          -su manera de andar, su carácter, su cuello,
          hasta la luz que había en su mirar tranquilo.

          Es cierto, no 
existía. Pero porque lo amaban
          se hizo un animal puro. Dejaron siempre espacio.
          Y en el espacio claro y que quedaba libre
          le fue fácil alzar la cabeza y apenas

          necesitó existir. Nunca lo alimentaron
          con grano, solo con la posibilidad
          de ser. Y ésta le dio tal fuerza al animal 

          que un cuerno le creció en plena frente. Un cuerno.
          Se acercó a una doncella, rebosando blancura,
          y existió en el espejo de plata a la par que en ella. [5]
                           
  (Traducción de Jesús Munárriz)


La naturalidad y serenidad con que discurre el poema no desmiente el milagro; más bien al contrario, le concede el espacio que le debe ser propio, el de la vida cotidiana y el del amor («ellos –las gentes- lo amaron»). Una primera lectura podría hacer pensar que el empleo de verbos en pasado, la presencia del motivo medieval de la doncella y la ausencia del nombre del animal -nunca aparece la palabra Unicornio- restarían realidad a su existencia, pero Rilke hace gala de una sutileza admirable. En primer lugar, sitúa los dos únicos verbos en presente de todo el soneto en el primer verso y además con tono declaratorio, cual si revelara un secreto. Asevera que «no existe», pero las primeras palabras son «Este es el animal», como si lo presentara a nuestra vista. Todos los pasados subsiguientes no bastan a mermar la fuerza de un presente absoluto como ese. En cuanto al vocablo Unicornio, Rilke, como el Juan Ramón Jiménez del pasaje citado más arriba, desconfía de los nombres, inventados y gastados por el desconsuelo de los hombres. A diferencia del pensamiento mítico y de buena parte del teológico, Rilke intuye que dar nombre no es dar realidad. Bautizar es acotar, diferenciar, restar espacio, y este poema es la quintaesencia de la fe en el espacio.

El espacio al que se alude aquí va más allá del meramente físico, más allá también de la infancia; más allá de cualquier paraíso perdido, histórico o no, y también más allá del tiempo. El espacio de Rilke es rigurosamente real y profundamente humano, pues es el que el propio hombre se da en el ejercicio íntimo de su libertad más radical. Es el espacio por el que opta y que prefiere cuando podría también elegir o haber elegido la angostura o la estrechez, bien que éstas aparezcan con frecuencia avaladas por la modernidad y el reconocimiento social. El espacio de Rilke es también, sin duda, filosófico -«la posibilidad de ser»- y se diría que, en su apertura, no está reñido con nada y sí potencialmente unido a todo a través del amor: «Es cierto, no existía. Pero porque lo amaban / se hizo un animal puro.»

Apertura u holgura definen –más que acotan- este espacio de Rilke. ¿Qué es el amor sino un abrirse? ¿Qué sentido tiene la libertad como mera indeterminación, ajena a la promesa de un comienzo?: «tengo abierta la puerta donde vivo, con sol dentro» (Juan Ramón Jiménez, Espacio). En su soneto, Rilke nos hace partícipes de la intuición primordial que rige su poética: mediante la apertura amorosa, la vida interior es capaz de exteriorizarse, de crear lo que es a partir de lo que no es. Rilke entiende la poesía como alquimia transmutadora, como generación de lo que aún no es; el poeta alumbra la realidad, la alumbra en el doble sentido de iluminar y dar a luz. Sin una apertura al misterio, ello no sería posible. Casi paradójicamente, es el misterio o su admisión el que trae la luz. Y esa es la tarea del poeta, iluminar para poder ver.

Apertura amorosa, abrazo del misterio; ir más allá. Esas claves poéticas de Rilke también están presentes en otros poetas: «Estoy dispuesto a andar donde tenga más cielo, (…) / hacia donde humanece, amanece en Toscana.» (Ossip Mandelstam, Cuadernos de Voronesh, LXXVI). La Toscana de Mandelstam es tan ideal y real como el Unicornio de Rilke, y ambos se nutren de espacio, de cielo. No es del todo imposible que Mandelstam hallara la inspiración para este poema en la Toscana de Dante, su poeta predilecto, quien siete siglos antes ya anticipaba ese deseo amoroso de «más cielo»«No advertís que somos gusanos / nacidos para formar la angelical mariposa, / que dirige su vuelo…».[6] El poeta metafísico inglés George Herbert habló de «el alma que se expande».[7]

En los pasajes citados de Dante, Mandelstam o Rilke –ese otro poeta de los ángeles- el aire, el cielo, parecen el ámbito natural del espacio poético deseado. Pero no ha de ser así necesariamente: «Si hubiera agua / en vez de roca / (…) si por lo menos se oyera el sonido del agua / no la cigarra / y la yerba seca cantando…».[8] En estas líneas el espacio que anhela T. S. Eliot se configura como agua, pero el deseo que guía su poema es esencialmente el mismo que el de los otros poetas citados: un mundo distinto imaginado a partir de las carencias de este. La necesidad de vivir en esos mundos, de habitarlos, se presenta como urgencia vital y se desentiende de explicación alguna, pues el poeta sabe que toda explicación es inadecuada. También el filósofo lo sabe, en especial el celoso de esa otra vía superior que es la poesía. Es el caso, por ejemplo, de Heidegger, que decía hallar un goce en cada pregunta y una merma en cada respuesta.

Para acceder a esos mundos, para que esos espacios se abran es preciso a su vez darse espacio, abrirse uno mismo. Para que la dicotomía sujeto/objeto se desdibuje y se dé la ansiada interpenetración (el término es de Novalis, Durchdringung) se precisa una cierta generosidad, incluso una cierta ingenuidad, que es la que abre la puerta. «Y en el espacio claro y que quedaba libre / le fue fácil alzar la cabeza y apenas / necesitó existir.»

La palabra ingenuo, al margen de su significado más frecuente (sincero, sin doblez o cándido), tiene otro aún más pertinente aquí: el de hombre libre. En latín, un ingenuus es lo opuesto a un siervo, una persona nacida libre, y el vocablo procede etimológicamente del verbo engendrar. Ambas ideas, la de nacimiento –el del unicornio- y la de libertad –«quedaba libre»- están presentes en el soneto de Rilke. Ingenuo, el que presta su asentimiento, el que dice sí, el que confía, es quien sabe ampliar su espacio y tornarlo fértil. Tanto Rilke como Mandelstam o Eliot pertenecen a un tiempo en que «la duda moderna y cartesiana reemplaza al asombro»[9], pero es obvio que ninguno de ellos parece dispuesto a someterse o a aceptar que ese estado sea el más deseable. En Rilke el amor y la concesión de espacio son una misma cosa, y el unicornio corresponde a ese amor existiendo, accediendo a existir. Síes recíprocos. No anda muy lejos de Rilke Francesca de Rimini cuando cuenta, en el canto V del Infierno, cómo se enamoró de Paolo Malatesta: 

Amor obliga a amar al que es amado.[10]

Y hablando de reciprocidades, ¿qué papel le está reservado al lector en este juego especular? ¿Hasta dónde debería llegar su generosidad? En sentido estricto, y por alerta que pueda estar el buen juicio del lector y todo lo que éste lleva al texto, no puede haber genuina lectura sin una cierta medida de «suspensión de la duda». La mejor poesía siempre puede filtrar parte de la vida que la hizo posible si encuentra un lector hospitalario, dispuesto -o al menos no reacio- a acoger en su casa viajeros de otras latitudes. Santayana, contemporáneo de Rilke, lo expresó con una sencillez digna de elogio: «¿Por qué no deberíamos creer que lo mejor que podemos imaginar es también lo más verdadero?».[11]

________________________


SANTIAGO SANZ ha editado y traducido la poesía del poeta metafísico inglés George Herbert, Antología poética (Animal Sospechoso, Barcelona, 2014), en colaboración con Misael Ruiz Albarracín. «Espacio» forma parte de su libro Ítacas, de próxima publicación. 



[1] «Nécessité fait gens mesprendre – Et la faim saillir le loup du bois», (Testament, XXI).
[2] «Nah ist/ Und Schwer zu fassen der Gott./ Wo aber Gefahr ist, wächst/Das Rettende auch», (Patmos).
[3] «da quel punto/ che del futuro fia chiusa la porta» (Inferno, Canto X, vv. 107-108)
[4] «le génie c'est l'enfance retrouvée à volonté» (Le peintre de la vie moderne/III)
[5] O dieses ist das Tier, das es nicht gibt./Sie wußtens nicht und habens jeden Falls/- sein Wandeln, seine Haltung, seinen Hals,/bis in des stillen Blickes Licht - geliebt.//Zwar war es nicht. Doch weil sie's liebten, Ward/ ein reines Tier. Sie ließen immer Raum./ Und in dem Raume, klar und ausgespart,/erhob es leicht sein Haupt und brauchte kaum//zu sein. Sie nährten es mit keinem Korn,/nur immer mit der Möglichkeit, es sei./ Und die gab solche Stärke an das Tier,/ Dass es aus sich ein Stirnhorn trieb. Ein Horn./ Zu einer Jungfrau kam es weiss herbei,/ und war im Silber-Spiegel und in ihr.
[6] non v'accorgete voi che noi siam vermi / nati a formar l'angelica farfalla, / che vola a la giustizia sanza schermi? (Purgatorio X, 124-126)
[7] The soul in paraphrase («Prayer», The Temple)
[8] If there were water/And no rock/ /(…)/If there were the sound of water only/ Not the cicada/ And dry grass singing… (T.S. Eliot, La tierra baldía, vv. 346-355; traducción de Andreu Jaume)
[9] Byung-Chun-Hal, La sociedad del cansancio, p. 37
[10]  Amor, ch'a nullo amato amar perdona (Inferno, V, 103)
[11] Why should we not believe that the best we can fancy is also the truest? (Little Essays Drawn From The Writings of George Santayana, 1920)

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