El espacio en Rilke / Santiago Sanz
La Dame à la licorne (detalle) |
«Dejaron siempre espacio»
Rainer Maria Rilke
Desde que Platón expulsara a poetas y artistas de su república ideal, éstos
no han cejado en su empeño, consciente o no, de recobrar su lugar en ella. Al
margen de las razones que llevaron al filósofo griego a planteamiento tan drástico
–la insidiosa presencia de los afectos y las pasiones en las artes, el deseo de
proteger de su influjo a la juventud ateniense y, en última instancia, el celo
por preservar la pureza de la filosofía como clave para el conocimiento de la
verdad-, lo cierto es que una parte no desdeñable de la mejor poesía occidental
ha discurrido siempre muy próxima al venero platónico sin, paradójicamente,
aceptar la condena del maestro.
Aunque es sobre todo a los excesos de la poesía trágica a los que Platón
dispara sus dardos, parece que lo que de veras le preocupa es que poetas y
artistas se inmiscuyan en la tarea del filósofo y acaben por suplantarla o
desvirtuarla. Lo que quizás no supo ver o anticipar Platón es que la poesía y
las artes dan a menudo respuesta, por otras vías, a las mismas preguntas que se
hace el filósofo, y aspiran a lo mismo que él. Si en el famoso verso de
Hölderlin -«mas lo permanente lo instauran los poetas»- sustituyéramos
«poetas» por «filósofos», no nos costaría creer su atribución a Platón.
Heidegger, seducido por dicho verso, viene a decir que lo permanente ya es, no
necesita de instauración alguna, y que es su pervivencia, su protección, lo que
está «confiado al cuidado y servicio de los poetas». Heidegger reviste al poeta
de una dignidad sacerdotal, la propia de quien vela, cual vestal, para que no
se apague el fuego divino. Y si en Platón van de la mano la filosofía y el
gobierno de la polis, en Hölderlin el ejercicio de la poesía lleva aparejada
una dimensión sacra y, en último extremo, también social. Existe pues, ya desde
los orígenes, una comunión de intereses entre poetas y filósofos.
La noción de «lo permanente» tal y como la emplea Hölderlin parece
fundamentalmente temporal: lleva larvada una dilatación en el tiempo
susceptible de diversas interpretaciones y no necesariamente ajena a un anhelo
de trascendencia, sea cual sea el sentido íntimo que se le dé a este término.
Sin embargo, resulta sorprendente la frecuencia con que ese anhelo se
manifiesta en los poetas, en algunos al menos, con palabras e imágenes alusivas
al espacio, no al tiempo, como si ambas categorías no fueran para ellos sino
una y la misma. Esa coincidencia o intimidad entre el espacio y el tiempo bien
podría deberse a un fenómeno relativamente sencillo de entender o, si se
quiere, específicamente humano: si, como sostiene Spinoza, «todo ser, en la
medida en que es, se esfuerza por perseverar en su ser», no es de extrañar que
dicho deseo (conatus) de permanencia se exprese en términos de tiempo:
el hombre, las criaturas, querrían vivir más. Ahora bien, el planteamiento de
Spinoza es universal, platónico de hecho; no tiene en cuenta o hace abstracción
de las circunstancias y necesidades de esos seres de los que habla; y es
precisamente la radical individualidad de cada ser -la del poeta en grado sumo-
la que a menudo halla cauce en palabras y enunciados espaciales. Simplificando,
quizás en demasía, es como si el cuerpo prevaleciera incluso al dar voz a los
afanes del espíritu. En el libro X de Las Confesiones san Agustín
escribe: «Ni siquiera yo mismo entiendo todo lo que soy (…) la mente (animus)
es demasiado estrecha (angustus) para contenerse a sí misma». Y en otro
pasaje del libro I, se sirve de nuevo, al invocar a Dios, de esa imagen de
angostura –término que en castellano, curiosamente, significa también
tristeza-: «La casa de mi alma (anima) es demasiado angosta para
ti: ¡ensánchala!». El hombre en su soledad, en sus estrecheces, pide espacio.
Espacio es asimismo el ámbito por excelencia de la libertad; de espacio, de
holgura, hablan los hombres y los pueblos cuando sienten la suya constreñida,
desde el «hazme sitio» o «me ahogo» al ominoso «espacio vital» (Lebensraum)
del expansionismo nacionalsocialista.
El texto citado de san Agustín es interesante por muchos conceptos. La
exigencia de espacio, de margen, nace necesariamente de una conciencia de
limitación, de una percepción íntima de la insuficiencia de la realidad y de
uno mismo. La poesía y la filosofía intuyen de modo privilegiado la capacidad
humana de tornar esa limitación en ventaja. Si Schelling habla de las tinieblas
y del caos como intrínsecamente convenientes para el hombre, que es quien ha de
traer la luz, el orden y la forma, François Villon se expresa en términos más
inmediatos, menos conceptuales; ya no habla de espacio sino de bosques:
La necesidad hace a la gente desviarse
Pero ambos aquilatan la misma idea, una idea que, cual filosofía perenne,
recorre occidente desde antes de los griegos hasta más acá del Romanticismo: a
saber, que la actividad más propia e intrínsecamente humana, y también la más
noble, es la de saber abrirse y darse espacio, la de ir, literalmente, más
allá. Actividad peligrosa, sin duda: el lobo nunca es tan vulnerable como
cuando se aventura fuera del bosque, pero como nos recuerda de nuevo Hölderlin
en Patmos:
Cerca está
el Dios y difícil es captarlo.
Pero donde hay peligro, crece
La exigencia de espacio en la poesía europea se presenta a menudo más como
reconquista de una plenitud perdida que como adquisición de un firmamento
nuevo. O, dicho de otro modo, el poeta suele ir a buscar el espacio que anhela
al pasado, ya sea el suyo propio –con frecuencia la infancia- o un tiempo a
caballo entre la historia, la religión y el mito. El anhelo es, sobre todo,
añoranza. San Agustín busca a Dios en un espacio íntimo, el de su propia
memoria, allí donde sabe que Dios habitó un día: «¿En dónde permaneces en mi
memoria, Señor? (…) ¿qué habitáculo (cubile) te has construido para ti
en ella?, ¿qué santuario te has edificado?» (Conf. X, 36). La elección del
ambiguo término cubile es un golpe maestro: invita a imaginar
un Dios esquivo o temeroso del hombre, oculto en su guarida precisamente para
que no lo encuentren. El empleo de «dónde» (ubi) permite incluir esta
confesión dentro del tópico latino del ubi sunt, pero esta vez no
para evocar a los muertos o su paradero, sino para recordar dónde se halla la
vida.
Veamos ahora algunos ejemplos estrictamente poéticos de esa anagnórisis
platónica en la que la plenitud no es más que «recuerdo» o «reconocimiento».
Juan Ramón Jiménez, en su poema en prosa Espacio (1941), hace
de su Moguer natal, no siempre nombrándola, el espacio de su felicidad primera,
de su integridad perdida. Su tierra de promisión es su pasado, y su horizonte
un lugar más que un tiempo: «y mi nostaljia, como la de la luna, es haber sido
sol de un sol un día y reflejado sólo ahora». La nostalgia se hace morriña en
Juan Ramón: «de vuelta a mí, sonrío volviendo ya al jardín abandonado»; el
tiempo y el espacio se vuelven uno, «una doble y sola realidad». Juan Ramón
Jiménez va probablemente más allá que ningún otro en la expresión poética de
esa convicción íntima: «grande es lo breve», escribe en Espacio,
ceñido aforismo en que se adunan ambas categorías. O, más prolijamente:
«En medio hay, tiene que haber un punto, una salida; el sitio del seguir
más verdadero, con nombre no inventado, diferente de eso que es diferente e
inventado, que llamamos en nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo,
pero que no lo es, y que sabemos que no lo es, como los niños saben que no es
lo que no es que anda con ellos.»
En apenas cinco líneas Juan Ramón Jiménez desestima como lugares comunes
los nombres de la trascendencia –los nombres divinos- para quedarse tan solo
con el balbuceo de espacios innominados («un punto, una salida…»), promesa, sin
embargo, de permanencia: «el sitio del seguir más verdadero». Y ese lugar sin
nombre tiene que estar en medio, no al final como en la escatología
de las religiones. En cierto modo, Juan Ramón Jiménez contesta a Dante al
referirse a un lugar más que a un tiempo. Si Dante celebra con júbilo el final
del tiempo y el advenimiento de la eternidad -«el momento en que se cierre la
puerta del futuro»[3]-, cuando por fin se podrán ver las
cosas con claridad y no con «mala luz», Juan Ramón pone el acento en la
inmanencia, en la existencia de un punto en el espacio preñado de futuro.
Y al final del pasaje citado, con la modestia de un símil, aparece el
magisterio de la infancia -«…como los niños saben…»-, la mirada limpia del niño
como lugar al que ir o volver. Con ese sentido precisamente dijo Baudelaire que
«el genio es la infancia recobrada a capricho».[4] ¿Y
por qué esta presencia permanente de la infancia en Juan Ramón Jiménez,
Baudelaire y tantos otros? Pues porque en ella reside esa unidad primera,
astillada después: «lo que tenemos roto, desunido», escribe en Espacio.
Y ese desgarro es, con toda probabilidad, el origen de la inquietud que le
atenaza: «esta inquietud tan fiel que reina en mí, que no es del corazón, ni
del pulmón, ¿de dónde es?». ¿Es concebible la poesía de Juan Ramón sin esa
conciencia clara de desplazamiento, de alienación, de estar fuera de lugar?
Rilke ni siquiera necesita de realidad alguna en uno de
sus sonetos a Orfeo (1923), en concreto el dedicado al Unicornio:
Este es el animal que no existe. Aunque
ellos
no lo sabían y, como fuera, lo amaron
-su manera de andar, su carácter, su
cuello,
hasta la luz que había en su mirar
tranquilo.
Es cierto, no existía. Pero porque lo amaban
se hizo un animal puro. Dejaron siempre
espacio.
Y en el espacio claro y que quedaba
libre
le fue fácil alzar la cabeza y apenas
necesitó existir. Nunca lo alimentaron
con grano, solo con la posibilidad
de ser. Y ésta le dio tal fuerza al
animal
que un cuerno le creció en plena frente. Un cuerno.
Se acercó a una doncella, rebosando
blancura,
(Traducción
de Jesús Munárriz)
La naturalidad y serenidad con que discurre el poema no desmiente el
milagro; más bien al contrario, le concede el espacio que le debe ser propio,
el de la vida cotidiana y el del amor («ellos –las gentes- lo amaron»). Una
primera lectura podría hacer pensar que el empleo de verbos en pasado, la
presencia del motivo medieval de la doncella y la ausencia del nombre del
animal -nunca aparece la palabra Unicornio- restarían realidad a su
existencia, pero Rilke hace gala de una sutileza admirable. En primer lugar,
sitúa los dos únicos verbos en presente de todo el soneto en el primer verso y
además con tono declaratorio, cual si revelara un secreto. Asevera que «no
existe», pero las primeras palabras son «Este es el animal», como si lo
presentara a nuestra vista. Todos los pasados subsiguientes no bastan a mermar
la fuerza de un presente absoluto como ese. En cuanto al vocablo Unicornio, Rilke,
como el Juan Ramón Jiménez del pasaje citado más arriba, desconfía de los
nombres, inventados y gastados por el desconsuelo de los hombres. A diferencia
del pensamiento mítico y de buena parte del teológico, Rilke intuye que dar
nombre no es dar realidad. Bautizar es acotar, diferenciar, restar espacio, y
este poema es la quintaesencia de la fe en el espacio.
El espacio al que se alude aquí va más allá del meramente físico, más allá
también de la infancia; más allá de cualquier paraíso perdido, histórico o no,
y también más allá del tiempo. El espacio de Rilke es rigurosamente real y
profundamente humano, pues es el que el propio hombre se da en el ejercicio
íntimo de su libertad más radical. Es el espacio por el que opta y que prefiere
cuando podría también elegir o haber elegido la angostura o la estrechez, bien
que éstas aparezcan con frecuencia avaladas por la modernidad y el
reconocimiento social. El espacio de Rilke es también, sin duda, filosófico
-«la posibilidad de ser»- y se diría que, en su apertura, no está reñido con
nada y sí potencialmente unido a todo a través del amor: «Es cierto, no
existía. Pero porque lo amaban / se hizo un animal puro.»
Apertura u holgura definen –más que acotan- este espacio de Rilke. ¿Qué es
el amor sino un abrirse? ¿Qué sentido tiene la libertad como mera
indeterminación, ajena a la promesa de un comienzo?: «tengo abierta la puerta
donde vivo, con sol dentro» (Juan Ramón Jiménez, Espacio). En su
soneto, Rilke nos hace partícipes de la intuición primordial que rige su
poética: mediante la apertura amorosa, la vida interior es capaz de exteriorizarse,
de crear lo que es a partir de lo que no es. Rilke entiende la poesía como
alquimia transmutadora, como generación de lo que aún no es; el poeta alumbra
la realidad, la alumbra en el doble sentido de iluminar y dar a luz. Sin una
apertura al misterio, ello no sería posible. Casi paradójicamente, es el
misterio o su admisión el que trae la luz. Y esa es la tarea del poeta,
iluminar para poder ver.
Apertura amorosa, abrazo del misterio; ir más allá. Esas claves poéticas de
Rilke también están presentes en otros poetas: «Estoy dispuesto a andar donde
tenga más cielo, (…) / hacia donde humanece, amanece en Toscana.» (Ossip
Mandelstam, Cuadernos de Voronesh, LXXVI). La Toscana de Mandelstam
es tan ideal y real como el Unicornio de Rilke, y ambos se nutren de espacio,
de cielo. No es del todo imposible que Mandelstam hallara la
inspiración para este poema en la Toscana de Dante, su poeta predilecto, quien
siete siglos antes ya anticipaba ese deseo amoroso de «más cielo»: «No
advertís que somos gusanos / nacidos para formar la angelical
mariposa, / que dirige su vuelo…».[6] El poeta
metafísico inglés George Herbert habló de «el alma que se expande».[7]
En los pasajes citados de Dante, Mandelstam o Rilke –ese otro poeta de los
ángeles- el aire, el cielo, parecen el ámbito natural del espacio poético
deseado. Pero no ha de ser así necesariamente: «Si hubiera agua / en vez de
roca / (…) si por lo menos se oyera el sonido del agua / no la cigarra / y la
yerba seca cantando…».[8] En estas líneas el espacio
que anhela T. S. Eliot se configura como agua, pero el deseo que guía su poema
es esencialmente el mismo que el de los otros poetas citados: un mundo distinto
imaginado a partir de las carencias de este. La necesidad de vivir en esos
mundos, de habitarlos, se presenta como urgencia vital y se desentiende de
explicación alguna, pues el poeta sabe que toda explicación es inadecuada.
También el filósofo lo sabe, en especial el celoso de esa otra vía superior que
es la poesía. Es el caso, por ejemplo, de Heidegger, que decía hallar un goce
en cada pregunta y una merma en cada respuesta.
Para acceder a esos mundos, para que esos espacios se abran es preciso a su
vez darse espacio, abrirse uno mismo. Para que la dicotomía sujeto/objeto se
desdibuje y se dé la ansiada interpenetración (el término es de Novalis, Durchdringung)
se precisa una cierta generosidad, incluso una cierta ingenuidad, que es la que
abre la puerta. «Y en el espacio claro y que quedaba libre / le fue fácil alzar
la cabeza y apenas / necesitó existir.»
La palabra ingenuo, al margen de su significado más frecuente
(sincero, sin doblez o cándido), tiene otro aún más pertinente aquí: el de
hombre libre. En latín, un ingenuus es lo opuesto a un siervo,
una persona nacida libre, y el vocablo procede etimológicamente del verbo engendrar.
Ambas ideas, la de nacimiento –el del unicornio- y la de libertad –«quedaba
libre»- están presentes en el soneto de Rilke. Ingenuo, el que
presta su asentimiento, el que dice sí, el que confía, es quien sabe ampliar su
espacio y tornarlo fértil. Tanto Rilke como Mandelstam o Eliot pertenecen a un
tiempo en que «la duda moderna y cartesiana reemplaza al asombro»[9], pero es obvio que ninguno de ellos parece dispuesto a
someterse o a aceptar que ese estado sea el más deseable. En Rilke el amor y la
concesión de espacio son una misma cosa, y el unicornio corresponde a ese amor
existiendo, accediendo a existir. Síes recíprocos. No anda muy lejos de Rilke
Francesca de Rimini cuando cuenta, en el canto V del Infierno, cómo se enamoró
de Paolo Malatesta:
Y hablando de reciprocidades, ¿qué papel le está reservado al lector en
este juego especular? ¿Hasta dónde debería llegar su generosidad? En sentido
estricto, y por alerta que pueda estar el buen juicio del lector y todo lo que
éste lleva al texto, no puede haber genuina lectura sin una cierta medida de
«suspensión de la duda». La mejor poesía siempre puede filtrar parte de la vida
que la hizo posible si encuentra un lector hospitalario, dispuesto -o al menos
no reacio- a acoger en su casa viajeros de otras latitudes. Santayana,
contemporáneo de Rilke, lo expresó con una sencillez digna de elogio: «¿Por qué
no deberíamos creer que lo mejor que podemos imaginar es también lo más
verdadero?».[11]
________________________
SANTIAGO SANZ ha editado y traducido la poesía del poeta metafísico inglés George Herbert, Antología poética (Animal Sospechoso, Barcelona, 2014), en colaboración con Misael Ruiz Albarracín. «Espacio» forma parte de su libro Ítacas, de próxima publicación.
[1] «Nécessité fait gens mesprendre
– Et la faim saillir le loup du bois», (Testament, XXI).
[2] «Nah ist/ Und Schwer zu fassen
der Gott./ Wo aber Gefahr ist, wächst/Das Rettende auch», (Patmos).
[3] «da quel punto/ che del futuro
fia chiusa la porta» (Inferno, Canto X, vv. 107-108)
[4] «le génie c'est l'enfance
retrouvée à volonté» (Le peintre de la vie moderne/III)
[5] O dieses ist das Tier, das es
nicht gibt./Sie wußtens nicht und habens jeden Falls/- sein Wandeln, seine
Haltung, seinen Hals,/bis in des stillen Blickes Licht - geliebt.//Zwar war es
nicht. Doch weil sie's liebten, Ward/ ein reines Tier. Sie ließen immer Raum./ Und in dem Raume, klar und
ausgespart,/erhob es leicht sein Haupt und brauchte kaum//zu sein. Sie nährten
es mit keinem Korn,/nur immer mit der Möglichkeit, es sei./ Und die
gab solche Stärke an das Tier,/ Dass es aus sich ein Stirnhorn trieb. Ein
Horn./ Zu einer Jungfrau kam es weiss herbei,/ und war im Silber-Spiegel und in
ihr.
[6] non v'accorgete voi che noi
siam vermi / nati a formar l'angelica farfalla, / che vola a la
giustizia sanza schermi? (Purgatorio X, 124-126)
[7] The soul in paraphrase
(«Prayer», The Temple)
[8] If there were water/And no
rock/ /(…)/If there were the sound of water only/ Not the cicada/ And dry grass
singing… (T.S. Eliot, La tierra baldía, vv.
346-355; traducción de Andreu Jaume)
[9] Byung-Chun-Hal, La
sociedad del cansancio, p. 37
[10] Amor, ch'a
nullo amato amar perdona (Inferno, V, 103)
[11] Why should we not believe that
the best we can fancy is also the truest? (Little Essays Drawn From
The Writings of George Santayana, 1920)
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