SOS, Valente / Misael Ruiz
José Ángel Valente |
«Olvidamos muy pronto que la poesía casi
siempre comienza donde acaba el discurso»
Nicanor Vélez
«Escribir no es acto, sino lenta formación
natural», escribió José Ángel Valente en Mandorla. Sus poemas y
ensayos críticos parecen haberse situado también de modo lento y natural en un
lugar de ineludible lectura dentro de la tradición poética española de los
últimos años con independencia del que le asignen las distintas tribus
literarias.
Para Valente, el proceso poético es un «caer en la cuenta» del que el poema es, simultáneamente, causa y efecto. Su lectura no nos procurará el placer añadido, como quería Gil de Biedma, de asistir a una revelación que no nos estaba destinada, sino que restaura mediante palabras sustanciales la misma experiencia, la misma dilatación de la conciencia, que generó el poema. Palabras sustanciales, recuerda Valente en uno de sus ensayos, eran ya para Juan de la Cruz «las que hacen un efecto vivo y sustancial en el alma». Es lo que sucede con su poema «SOS», en Fragmentos de un libro futuro, que vuelve al lector una y otra vez con un destello de emoción:
A Coral
Al norte
de la línea de sombras
donde todo hace agua,
rompientes
en que el mar océano
se engendra o se deshace,
y el naufragio inminente todavía
no se ha consumado, ciegamente
te amo.
(SOS)
Tenemos que leer el último verso para comprender que todo lo enunciado con
anterioridad, en vez de conducirnos a su conclusión lógica, se opone a su
propia meta aparente. El poema responde a la caracterización de Valéry, para
quien el poeta va subiendo trabajosamente palabras a lo alto, que luego se
precipitan en un instante sobre el lector. Vemos cómo también aquí la fuerza
expresiva explota entre las manos del que se ha dejado conducir por la voz del
poema. Todo en él contribuye a un solo efecto. Su título, o subtítulo, aparece,
como en todas las composiciones de Fragmentos de un libro futuro,
al final del mismo y entre paréntesis. Leemos «SOS», y nos devuelve al
inicio del poema desde una nueva perspectiva: es en esa segunda lectura donde
se revela su contraste fundamental.
El escueto contexto del título y de la dedicatoria ―a Coral― señala
la dirección que las palabras imprimen al poema. Si bien es una llamada de
auxilio desde más allá del límite del mundo habitable, irradian el
sosiego de una voz que, intuimos, constata y acepta el lugar desde el que
habla: un lugar inhóspito, sombrío y lejano.
El frío y la oscuridad implícitos en la somera descripción inicial ―«Al
norte / de la línea de sombras»― despierta en nosotros la imagen de la región
donde habita la muerte que, por otro lado, sabemos que Valente aguardaba
mientras escribía el que sería su último libro. No se trata de una abstracción,
sino que han bastado dos palabras –norte y sombras- para dibujar la frontera
real y desolada donde la vida se disuelve. Leyendo estos versos sentimos su
proximidad con los de la versión que Valente hizo del poema Atemwende de
Paul Celan:
En los ríos, al norte del futuro,
tiendo la red que tú
titubeante cargas
de escritura de piedras,
sombras.
Es difícil no emparentar el inicio del poema de Valente con los ríos «al
norte del futuro» y las sombras del poema de Celan; si bien, donde para éste
había una red tendida, aunque cargada de sombras, para Valente es la región
«donde todo hace agua». En su sentido literal, esta línea nos indica que
todo queda anegado, que el agua se cuela por las grietas y arrastra a los vivos
hacia un fondo húmedo que ya desde la antigüedad presocrática es, frente al fuego,
sinónimo de muerte. Hacer agua es también debilitarse, sentir que aquello que
habíamos proyectado va a fracasar. Sin embargo, a mitad del poema el paisaje se
anima con un verso formado por una sola palabra: «rompientes». Redunda en la
idea de la derrota y la ruptura, pero alude a ello a través de un fenómeno
natural ―el del oleaje rompiendo en la costa― que sabemos muy superior a
nuestras fuerzas y que, a diferencia de la ejercida por la acción de otros
hombres, arrastra una violencia sorda exenta de implicaciones morales.
Los dos versos siguientes completan su sentido con un elemento crucial para
su comprensión. Es improbable que en la primera lectura de la única oración que
da cuerpo al poema caigamos en la cuenta de la coincidencia de los dos procesos
antagónicos del nacimiento y de la muerte. Cuando Valente afirma que, en los
rompientes, el mar «se engendra o se deshace» está aunando en un movimiento de
vaivén dos acciones contrapuestas y complementarias. Quizás sea esa
conciliación de contrarios el último contrapeso a la próxima desaparición de la
voz que nos habla. Pero la propia inercia de la lectura, tratando de completar
el sentido siempre inacabado del verso, nos enfrenta a un «naufragio
inminente».
Un naufragio es un desastre o pérdida de todo lo que uno posee. Es, además,
en este caso, la imagen donde se concentra la emoción de quien lo sabe
inminente. Y el suspense implícito en la proximidad de la desgracia se ahonda
aún más cuando, en un característico encabalgamiento con el siguiente verso, se
nos recuerda que el naufragio aún no se ha consumado. Si hemos dejado que
las palabras actúen en nuestra conciencia, si hemos ejercido la hospitalaria
suspensión temporal de la duda, necesaria para que el poema haga su trabajo,
sentiremos que el naufragio personal del poeta es también el nuestro.
En este punto se produce una sobrecarga de asociaciones sobre una palabra
bisagra que enlaza subrepticiamente la muerte con el de un elemento que, hasta
el último salto de verso, permanece oculto: el amor. Nuestra sensibilidad
lectora ya ha asimilado que, al igual que el acto sexual se «consuma», el
naufragio, aún siendo inminente, aún no se ha «consumado». El doble filo del
verbo «consumar» será el vértice donde se produzca el giro semántico del poema,
así como una discreta prefiguración de su desenlace.
Sabemos que la ausencia de retórica es sólo falta de percepción retórica
allí donde mayor es su conciencia. Y, aún así, leemos el poema como si el autor
no hubiese ―como diría Juan Ramón Jiménez― carpinteado en él. No se nota el
esfuerzo de construcción porque, en realidad, el poeta no hace el poema: el
poema se hace en él. Si hemos permitido que nuestro pensamiento tome la forma
de las palabras del poema, nos hallaremos también nosotros ahora «al norte de
la línea de sombras». Resuena entonces con una extraña disonancia, olvidado al
final del penúltimo verso, el adverbio «ciegamente», que nos empuja a seguir
avanzando en un intento por completar la frase. Desembocamos así en un
inesperado, aunque calladamente anunciado, desenlace.
Toda la tensión emocional y existencial acumulada hasta ese momento se precipita sobre el íntimo contrario de
la muerte: el amor. Allí donde todo se deshace, se engendra todo; pero, si
reflexionamos, se trata de un amor matizado por una ceguera que subraya su
independencia respecto a nuestra voluntad. Es absurdo desear o proponerse amar,
puesto que el amor sucede por sí solo, «ciegamente». Se trata de un fenómeno
natural como el de los rompientes, ya que a nadie se le escapa que, aunque del
amor –como de la poesía- se derivan sentimientos extremos, no depende en su
origen de nuestra voluntad.
Quisiera señalar ahora la correspondencia entre los «rompientes» y dos
imágenes que, con su eco, parecen amplificar el doble sentido implícito en el
poema de Valente. Se trata, por un lado, de la diosa Afrodita naciendo de la
espuma seminal donde ―como en el amor― todo se engendra; y, en contraposición,
el oscuro mar al que se lanzan los hombres en su regreso a la muerte en la
conocida representación de la necrópolis de Paestum. No en vano le dedicó
Valente a esta figura su poema «Il Tuffatore»[1]:
No estamos en la superficie más que para hacer una
inspiración profunda que nos permita regresar al fondo. Nostalgia de las
branquias.
Valente concibe ―en el sentido activo que María Zambrano da a la palabra
«concebir», como opuesta al «concepto»: lo que ya ha sido concebido― una
imagen compleja donde el canto luctuoso ante la muerte se transforma en una
confesión extrema de
amor. El poema se sitúa en la arista de la inminencia donde aún no se ha
consumado ninguno de los dos, de manera que su carácter de acción incompleta
nos obliga a regresar una y otra vez a él -a sus palabras- en un intento
instintivo por hacerlas llegar a su último término, donde los contrarios se
funden.
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MISAEL RUIZ (Bruselas, 1960) es autor de los libros de poesía El hueco de las cosas (Trea, 2010) y Todo es real (Pre-textos, 2017; premio Antonio Oliver Belmás). Ha traducido la poesía de R.S. Thomas (Trea, 2008), Clive Wilmer (Vaso Roto, 2011) y George Herbert (Animal Sospechoso Editor, 2014, en colaboración con Santiago Sanz; premio de Traducción Ángel Crespo, 2015).
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